La aventura de leer

Hace poco he experimentado algo que un par de años atrás me parecía inalcanzable: he firmado algunos ejemplares (no muchos, que era un martes de cielo plomizo) de la antología Poesía bonita y que se entiende, en la caseta de la editorial {Pie de página} de la Feria del Libro de Madrid.

Para todo hay una primera vez, me dio por pensar al sentarme en el habitáculo y afrontar [según el diccionario de la RAE: 3.tr. Hacer cara a un peligro, problema o situación comprometida]; afrontar –decía– el tiroteo de miradas, primero al cartel “Hoy firma” con mi fotografía y después a mí; unas miradas frontales, otras esquinadas. Seguían los acercamientos de los visitantes, a veces silenciosos, a veces locuaces; los menos buscando un título o autor concreto –ninguno a mí, quede claro–, los más escaneando el muestrario en busca de una portada atrayente y, entre ellos, unos pocos que, ¡por fin!, se atrevían a tomar un libro y revisar la sinopsis.

¡Qué difícil es escoger!, fue mi siguiente tanda de cavilaciones. Aventureros; no se me ocurrió un adjetivo que describiera mejor a esos exploradores que se adentraban en la coloreada jungla de portadas, de reclamos chillones con galardones y ediciones enésimas, y que intentaban cazar el título que leer sin más guía que una sinopsis y, con suerte, una crítica que no fuera interesada.

Escoger qué leer es una actividad de alto riesgo, pues son tan pocas las obras que terminamos –cada año, del 64% de españoles que dicen leer, en promedio acaban entre uno y dos libros– que la tarea de cribar entre los miles de títulos disponibles con una mínima probabilidad de satisfacción asemeja a hacer pleno al quince en la quiniela. No es que la información sea escasa o la oferta anémica (sólo en 2023 se publicaron más de 90.000 libros en España), lo que pasa es que viajamos mal pertrechados para ese encuentro feliz. Y entre las carencias, una de las más dolorosas es la de la educación.


No le niego méritos (y si lo hiciera, me los estaría negando a mí mismo) a Galdós, a Bécquer, al Arcipreste de Hita o, ¡líbreme Dios!, a Cervantes. Que estos, junto con Juan Ramón, Lope o el anónimo del Lazarillo, constituyen los cimientos de la Literatura –la española y la universal– y, por lo tanto, que su lectura sea muy recomendable está fuera de duda. Lo que sí me cuestiono es que, por poner dos ejemplos del currículum de clásicos que leen nuestros jóvenes, las vacilaciones de San Manuel Bueno, mártir de Unamuno o las estrofas lorquianas de Poeta en Nueva York contribuyan al doble objetivo de formar en Historia de la Literatura y, al mismo tiempo, de fomentar el hábito de leer entre los adolescentes.

Es la tesis que sostienen otros más entendidos que yo con argumentos más sólidos que los basados en mi experiencia; así Amalia Herencia Grillo, profesora de Educación de la Universidad Camilo José Cela, que en un artículo reciente planteaba dotar de mayor flexibilidad a la selección de títulos que constituyen el “menú lector” de los colegios, por cierto, inmutado desde que hace medio siglo yo fui estudiante.

La batalla que se libra es por la supervivencia. El interés de los jóvenes por la lectura se desploma a partir de los 14 años en favor de las pantallas y otros reclamos del mercado de la atención. Pedir a un chaval que se siente con un pedazo de papel en la mano (o un ebook, da igual) y que se pierda todo lo que pasa alrededor es como decirle a un montañero que no haga nada más que observar cómo se avecina la avalancha. Con el joven hay que emplearse a fondo antes de esos 14 años (cada vez antes, dada la imparable ubicuidad de los móviles) y hay que hacerlo con armas más convincentes que el “blando y peludo” Platero o que las urdimbres de La Celestina de Fernando de Rojas.

Que leer beneficia nuestra creatividad, nuestro espíritu crítico, que nos hace más independientes y tolerantes, mejores ciudadanos, en definitiva, mucho mejores personas, son afirmaciones fundadas en hechos, no en la fe. Siendo así, ¿por qué no lo priorizamos tanto como, por ejemplo, las inversiones en salud? ¿Por qué no luchar contra la adicción de los píxeles tratando de inocular la droga de la lectura? Para ello, necesitamos algo más que quijotes y el consabido comentario de textos; tenemos que arriesgar, jugar fuerte. Sí, jugar siendo conscientes de que podemos perder… ¡o ganar!


Mari Ángeles fue una de esas visitantes que se aproximó, tomó un ejemplar de la Poesía bonita y empezó a leer su contraportada. La dejó enseguida en su sitio con repelús. «Los poemas sólo me gustan cuando los oigo recitar», dijo como justificando su gesto. Ella y yo sabemos que no pretendió provocar mi reacción, pero lo cierto es que la desencadenó: me levanté, acerqué mi mano para recoger el libro que ella había descartado y lo abrí por la página 195:

«¿Tienes que morir para que viva?», leí ajeno al tráfico de gente que bullía más allá, atento solamente al vínculo entre la página, mi voz y la respiración de Mari Ángeles; «De verdad, ¿tienes que morir para que viva?», acabé y la miré, para descubrir el brillo de una lágrima (sólo el brillo) y oírla decir: «¡Qué pena!, me ha recordado a mi marido, que me dejó hace siete años y parece que fue ayer».

Echar de menos, se titula el poema.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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