Morir sobra

Hubo un tiempo –la mayor parte, la verdad– en que la muerte era la regla general y la vida su excepción. La mayoría de los niños no alcanzaba el año de existencia y buena parte de los pocos que no eran diezmados por la enfermedad perecían años después en las batallas que servían de solaz a sus señores. Ahora morimos de viejos, cuando nuestro cuerpo alcanza la edad de obsolescencia. Entonces no. Entonces la muerte era un tránsito hacia una vida eterna, una que daba sentido a la otra, la terrenal y finita. Entonces la muerte era una más de la familia que se celebraba con rituales domésticos, alegres a veces. Aún hoy en día esto se aprecia en el reducido manojo de sociedades que conservan sus primitivas esencias.

Pero eso acabó. Hoy morir repele; hoy proscribimos la agonía. Ya nadie muere en casa; la mayoría lo haremos en un hospital, aferrándonos al cuidado de unos extraños y al consuelo tecnológico de un rítmico pitido que, más que a salvación, nos sonará a cuenta atrás. El resto serán trámites desangelados, conversaciones que fluirán eficaces, como formularios, seguirá un velorio aséptico y, tras él, unas cenizas repentinas de las que nuestros herederos correrán a deshacerse. Morir sobra.


La tauromaquia pertenece a aquellos tiempos en que la muerte era cotidiana. Como el cazador expuesto a morir acuchillado por un jabalí en el monte, el matador de toros era un aventurero, un soldado, ¡un héroe! luchando por sobrevivir ante un público embelesado con sus tretas para engañar a la Parca. Pero hoy la muerte en el coso, tan evidente y obscena, tan sin tapujos, una lucha tan a vida o muerte, de tan sincera hoy resulta insoportable. Por eso los toros sobran.

Los toros serán historia, como lo son los gladiadores o las justas medievales. Lo saben los mataores y los aficionados. No habrá más apelaciones a goyas o a picassos que los rescaten; más bien, sus lienzos quedarán como los vestigios de su extinción, igual que esos mosaicos de aurigas que lucen en los museos, reliquias de tiempos bárbaros que sólo recrearán las películas, apostillando, eso sí, que en su realización no se cometió violencia animal.

Sólo resta certificar la fecha definitiva y los modales. Hay quienes desean una abolición rápida de la fiesta, ejemplarizante; el bien y el mal perfectamente delineados. Otros postulan por su inanición, su paulatina extinción, su ahogamiento en el vicioso y circular sumidero por el que evacuarán público y presupuestos. Ya se verá.

La lucha es cruenta y se plantea en todos los frentes. Buena muestra de ello es la reciente polémica alrededor del Premio Nacional de Tauromaquia o la disputa legal que tiene su epicentro en La Plaza, el coso más grande del mundo, fundado hace casi 80 años en Ciudad de México (ver enlace al artículo del New York Times). El flanco decisivo es el de la opinión pública, donde, francamente, la fiesta tiene todas las de perder ante la proliferación de movimientos contra el maltrato de los animales.


Cuestión estética, vaya. Paradójicamente, la que está ausente de los videojuegos donde, con la absolución que otorga el mando a distancia, se eliminan vidas a cientos sin que comparezca el ministerio encargado de velar por el bienestar animal, aunque sea virtual. Pues, bajo la apariencia lúdica de una competición deportiva, los contendientes recrean a los mismos gladiadores, cruzados y duelistas que sedujeron a nuestros ancestros; el mismo éxtasis adrenalínico del cazador de tigres y del torero. Ló cómico es que ese homínido que, repantingado en su sofá, masacra “malos” por centenares, llamará asesino al torero que estoquee al morlaco de media tonelada y sobrados instintos homicidas contra el ondulante señuelo rojo con que le engañan.

De aquella muerte casera sin goteros, rodeado de lo tuyo y de los tuyos y con las esporádicas visitas del médico-amigo y el cura no queda nada; porque nuestra soberbia, que no ha sido capaz de rellenar el vacío y nos ha desarmado la magia, se ha retirado espantada y nos ha dejado solos. Bueno, no tan solos, pues hemos reemplazado al misterio y los dioses con metaversos y algoritmos igualmente ininteligibles. El modo que nos hemos dado para creer que quien muere es otro.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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