¡No soy tonto, oiga!

Intentaré ser breve y –espero también– claro, aunque me temo que no me evitaré ser calificado de polémico o algo peor. Tan sólo deseo que se entienda el enfado que tengo, basándome en la acusación que estoy a punto de formular: pues tengo la sensación de que hay cineastas y críticos-comparsa que se consideran más listos que sus espectadores y lectores respectivos. Vamos, que nos tratan como a tontos.

En el plazo de una semana he visto dos películas de culto. Entiéndase este término “de culto” asociado a veneración y no a cultura, o dicho de otro modo, que son de esas obras a las que cualquier cinéfilo que se precie está obligado a peregrinar una vez en la vida. La primera que vi fue Paris, Texas (1984), de Wim Wenders (1945), y la segunda El sacrificio (1986), de Andrei Tarkovsky (1932-86).

Ambas películas comparten época, metrajes de casi tres horas, los premios más pijos, los de Cannes, vaya, que, según dicen los ortodoxos de la cosa, los Óscars son para los que se venden al capital de Hollywood. Incluso comparten directores del otro lado del Telón de acero, que por entonces aún no había caído el Muro de Berlín.


[INCISO] Hace tiempo que me malicio que lo del Festival de Cannes es otra de las herramientas al servicio de la estrategia francesa de erigirse en árbitros (dictadores, más bien) de la “buena” cultura, en detrimento de la banal o la comercial –según ellos, claro.

Lo que me terminó de convencer de que esto es así es la fórmula paternalista que emplean, idéntica a la que viene ejerciendo, ya en el plano político, el estado francés desde hace siglos, esto es la de señalar a aquellas nacionalidades o culturas que en cierto momento les conviene que estén “de moda”; cultura, por cierto, a la que adoptan como se hace con una mascota, con ínfulas de superioridad. Buen ejemplo somos los españoles, pero en la versión más primitiva, la de bandoleros y toreros, que promocionaron desde las óperas y pinturas decimonónicas hasta las almodovaradas de la segunda mitad del siglo XX, previo paso por las buñuelescas versiones de Las Hurdes de la primera mitad.

Del mismo modo, Cannes obra el milagro aparente de ensalzar a cineastas afganos o laosianos, omitiendo a otras industrias (pero industrias competidoras) que amenacen su agenda cultural. Como hizo durante el tardocomunismo de los 70 hasta fines de los 80, cuando ensalzó a tantos realizadores del otro lado del Muro bastando la desgracia de haber nacido allí para incorporarles en la categoría de “de culto”. [FIN DEL INCISO]


Siempre es complicado escribir de gustos y más si se trata de Arte. De París, Texas los críticos dijeron: “Con una emotividad y elegancia poco usuales en los ejercicios intelectuales del autor. (…) La escena del peep-show alcanza un dramatismo estremecedor. Un filme para atesorar” y “Es una película con el tipo de pasión y voluntad por experimentar que era más común hace 15 años que ahora. (…) Es veraz, profunda y brillante”. Suscribo cada una de las afirmaciones anteriores. Wenders no es un artista predecible, pero esta película es una obra maestra; actores, banda sonora, guión, cámara, todo confluye al alza hasta su monumental final.

La crítica con El sacrificio, sin embargo y sin perder su bovina complacencia, fue más cauta: “La obra maestra de un poeta irrepetible (…) no le pone las cosas fáciles al espectador, que tiene que someterse a las exigencias de su particular cadencia, su colosal metraje y su rigor expresivo” y “No es el tipo de película que todo el mundo querrá ver, pero aquellos con la imaginación para arriesgarse la encontrarán gratificante”. De El sacrificio alabo su extraordinario trabajo con la cámara, que convierte algunas escenas en cuadros para un museo, poderosas, memorables. Es un ejercicio de estética sensacional, pero un ejercicio fallido para lo que se pide a un largometraje (muy largo el metraje), pues, con la excusa soterrada de una guerra nuclear, deja al espectador el trabajo de comprender entre secuencias inacabables quién es cada personaje de la extraña familia protagonista, qué les mueve a comportarse como lo hacen, sin emoción alguna (salvo el fulgurante ‘ataque’ de Adelaide), sin diálogos ni monólogos mínimamente interesantes; en fin, entender la historia que se nos ha intentado contar hasta el incendio final. Resumiendo, sin historia ni personajes inteligibles, el director nos pide, nos exige, que seamos nosotros los inteligentes y como no superemos el listón, ¡encima!, los críticos nos acusarán de falta de imaginación para arriesgarnos… Que nos llaman tontos, vaya.

Gracias por darme tiempo.

París, Texas (1984), de Wim Wenders.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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