Han pasado ya más de tres meses desde que mi segunda novela Diva Æterna viera la luz; cien días en los que, como si fueran una Buena Nueva que se difunde imparable, los lectores han goteado y, tras ellos, sus reacciones, que han desencadenado ondas de interés creciente, murmullos a veces, conversaciones; en fin, las cadencias naturales con que se desenvuelven las obras que no coronan las listas de ventas.
Gracias a ello, he tenido ocasión de hablar sobre ella en público y en privado, particularmente, sobre el asunto que el relato plantea de un modo más evidente: las consecuencias que acarrearía para el ser humano la posibilidad de ser inmortal.
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Ahorrándote la enumeración de las modalidades con las que podemos adjetivar a alguien “inmortal”, lo que la novela expone a la consideración de los lectores es una sucesión de preguntas –nada descabelladas, por cierto– acerca de cómo se vería alterado nuestro mundo si tal eternidad fuese alcanzable a corto plazo. ¿Cómo se adaptarían a ella nuestras sociedades, hoy fundadas en el continuo reemplazo de sus ciudadanos, vistos estos como personas en fase de formación, como mano de obra o como votantes? Dada la cancelación de los decesos, ¿podría el mundo soportar un crecimiento exponencial de la población o habría que fijar un tope de habitantes? ¿Quién tendría derecho a la vida eterna si esta fuera un bien escaso? ¿Sería un Derecho Humano digno de inscribirse junto a la vida o la justicia? ¿De qué modo se verían alteradas las que hasta hoy eran creencias inmutables, desde la pareja para-toda-la-vida hasta la más trascendental de nuestras dudas, la del más allá que la inmortalidad desterraría?
—Estoy asustada —Carmen se acercó desde el fondo y puso una mano en mi hombro—. No alcanzo a entender la vida sin la excitación ni el misterio de la muerte. Somos seres necesitados de un relato. Nos pasamos la vida buscando un sentido, un desarrollo y, desde luego, un final. La muerte era hasta ahora esa compañera perfecta, imprescindible, la que ponía fantasía y aventura en nuestras pequeñas y míseras historias. No se entiende el deseo sin la amenaza de un fin. Arriesgarse es un término vacuo si perecer no entra en el juego. Sin la muerte, la vida será una aburrida secuencia de estupideces que, tarde o temprano, nadie más que un tonto querrá prolongar.Fragmento de Diva Æterna
Sabíamos que el reloj no había parado porque arreciaba el viento estampando el salitre contra el ventanal negro.
—¿Quién querrá tan sólo vivir, sin el acicate de vencer a la Parca, sin el premio que es sobrevivir? —Jatin nos hablaba a Carmen y a mí— ¿Vivir, hasta cuándo, para qué? ¿Vivir, con quién? ¿Con la misma familia y pareja tres siglos? Debemos dotar a una vida eterna de sentido, porque, de lo contrario, saber que la muerte no existe abaratará tanto la vida que perderemos las ganas de recorrerla.
La inmortalidad es un anhelo que nos acompaña desde antes de la escritura; desde que nuestros ancestros miraron al cielo estrellado en busca de un sentido que dar a su entonces primitivo existir. Sentido. Esta palabra da idea de trayectoria, por tanto, de una dirección que nos ha de sobrevivir, una que continuará marcando el camino aunque el nuestro se trunque. Sin embargo, como respondí recientemente (esta vez, en público) al ser preguntado sobre ella: «La inmortalidad es un lío, porque no sabríamos qué hacer si estuviera a nuestro alcance».
Por eso, en su día decidí escribir sobre ella, porque, antes que administrar respuestas como si fuera un catedrático de una materia que ignoro, he preferido compartir contigo mis dudas, explorar juntos las salidas… Y escucharte.
Gracias por darme tiempo.