Edadismo o Yayofobia

Originario, posiblemente, de algún reducto animal de nuestro cerebro, tenemos un instinto que el sentido común aún no ha domesticado: el de esos -ismos que crean bandos cuando se presenta ante nosotros alguien “diferente”, y empleo este término, diferente, para referirme, por ejemplo, a un ser humano de otro color o sexo, o uno que sea extranjero y hable otra lengua, o el que practica otra religión o no la practica, ¿sigo?, o alguien que sea de ciudad y tú de pueblo, o quien sea hincha de un equipo antagónico, o que sea de derechas y tú no, o que sea de letras y tú de ciencias, o que sea funcionario y tú emprendedor.

Por alguna razón viene a mi cabeza el momento en que fui a ver al director general de la primera empresa en la que trabajé para anunciarle que había decidido aceptar la oferta de trabajo de un banco. «¡Qué chollo! –recuerdo que me dijo– Mi hermano trabaja en una caja y no pega golpe». Lo que aprendí nada más incorporarme a mi nueva empresa fue lo equivocado que él estaba (sin duda, sobre su hermano también), pues descubrí que en mi banco se trabajaba un montón y, sobre todo, aprendí cuánto nos tienta creer que “los otros” –los del sector bancario, en este caso– trabajan menos. Desde entonces, nunca he dado por hecho que, por ejemplo, los de las cajas son más vagos, que las agencias de publicidad curran menos que sus clientes o que los médicos de la Sanidad Pública rinden menos que los de la Privada. Aunque el instinto al que me referí en el párrafo anterior invite a ello, no doy por sentadas tales “diferencias”.


He citado antes varios -ismos (racismo, sexismo, nacionalismo, etc.) y he dejado para ahora referirme a otro que me parece muy curioso: el edadismo, que es el consistente en relegar a las personas mayores por el mero hecho de tener más edad.

Quizás el edadismo me interese por afinidad: acabo de adentrarme en la sesentena y ver de cerca los cuernos del toro excita mis emociones. Más allá de eso, lo que me resulta curioso no es que los jóvenes minusvaloren a los mayores, sino y sobre todo que somos los propios mayores quienes “compramos” la mercancía, ignorando, sintiendo vergüenza, incluso denigrando a la persona mayor que llegaremos a ser y que, mientras tanto, ocupa nuestro cuerpo.

Porque ser mayor incita la lástima. Al mayor se le protege como si no se valiese por sí mismo; se le aparta, se deja de contar con él, se le dice sin decir que vale menos. Pero, lo peor de todo es que se le convence de que así debe ser. Cuando tal convencimiento se alcanza, y créeme que, después de décadas entrenándonos para ello, cuesta trabajo no convencerse, entonces yo lo llamo auto-edadismo.

Una paradoja es que, mientras que la esperanza de vida aumenta y los gobiernos retrasan la edad a la que uno puede jubilarse, las empresas ayudadas por los mismos gobiernos –EREs mediante– pasan la guadaña y mandan al limbo del paro a quienes exceden los 54 años. Seguro que el presunto “viejo” no batirá récords de 100 metros valla, pero nadie le negará poseer dos cualidades valiosísimas para una organización: una mente en perfecto estado de uso y décadas de experiencia. Digo que es paradójico porque, puesto a competir con un “plusmarquista” treintañero, el cincuentón se sabe perdedor, asume como justa la decisión de prescindir de él y darle cancha a la “savia nueva” como si tal novedad fuera mejor. Pues eso, auto-edadismo.

Y esto sólo en el plano laboral. ¿Qué me dices de la mujer en el trámite biológico de dejar de ser fértil? Como ocurre con los coches de lujo, cuyo valor se desploma un 30% al cruzar la puerta del concesionario, muchas mujeres viven su menopausia como una pérdida abrupta y traumática: de su feminidad, de su energía, hasta de su valía. Algunas –cada vez menos, espero– llegan incluso a disculpar que sus viriles parejas busquen fuera del hogar lo que dentro han dado por extinto. Pues eso, auto-edadismo, otra vez.


Aunque quedase en un bulo una noticia de hace unos meses acerca de la recalificación por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS), según la cual consideraba “jóvenes” a las personas con edades comprendidas entre los 18 y los 65 años; pese a ello, y felizmente, un sesentón como yo no debería ser tenido por viejo. Es más, los avances médicos y, me parece a mí, los psicológicos también, nos permiten gozar de una vida que muchos jóvenes envidiarían; no sólo por la capacidad adquisitiva, sobre todo por la vitalidad y, como dije antes, por una mente en perfecto estado de uso. Siempre y cuando, apostillo, el auto-edadismo no haga mella en nosotros.

Finalmente, te recomiendo un par de lecturas y dos vídeos: la primera lectura es un reportaje de Israel Zaballa, publicado recientemente en El Mundo, que incluye intervenciones de Becca Levy, profesora de Psicología de la Universidad de Yale y colaboradora en el Informe mundial sobre edadismo 2021 de la OMS; le sigue un artículo de Borja Doncel García, profesor de Enfermería de la Universidad del País Vasco; para finalizar, una charla que la escritora y activista anti-edadismo Ashton Applewhite ofreció en TED Vancouver; y por último, tan sólo como diversión, no te pierdas una breve anécdota contada por el pastor Charles Swindoll.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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