Adiós, camarada zasranets

Debí suponer que aquellos portazos seguidos de un ruido metálico, como el de una cadena serpenteando alrededor, no serían buenos para mí. Pero estaba demasiado borracho para pensar en ello. Ni siquiera hoy, tantos años después, tengo claro cómo di con mis huesos en aquel vagón.

Perdone, oficial, creo que no me he presentado. Mi nombre es Klaus Sträßle y soy ciudadano suizo del cantón de Graubünden. Como ve, ni tengo pasaporte ni puedo mostrarle una identificación válida, pero le juro por lo más sagrado que hasta marzo de 1917 yo vivía en Zúrich, en una buhardilla del número 11 de Froschaugasse, en la orilla este del río, cerca de la universidad en la que cursaba segundo de Derecho. Sus subordinados ya le habrán dicho que soy un agente comunista que los rusos tratan de infiltrar en la Confederación Helvética, en fin, una alimaña lista para envenenar nuestra nación desde dentro. ¡Por lo que más quiera, no les crea! Yo soy la víctima, no el agresor. ¡Escúcheme!

¿Que tengo quince minutos para explicarme? ¡Gracias! No se arrepentirá. Puede que lo que le cuente no sea verosímil, pero le aseguro que es la verdad.

Como le decía, aquella noche bebí demasiado. Todos lo habíamos hecho. Era 26 de marzo, mi cumpleaños, ¿sabe? Recuerdo que fuimos a una de esas tabernas de la zona de Häringsplatz, que invité a dos rondas de cerveza y unos platos de salchichas y que nos marchamos al otro lado del río, a un antro cerca de la estación. Laurent, el único ginebrino del grupo, nos dijo que conocía al dueño y que conseguiría cerrar el local para nosotros siempre que le hiciéramos buena caja. Nos compinchamos para no asistir a clase al día siguiente y allá que fuimos.

Poco más recuerdo, oficial. Risas, muchos brindis con aguardiente –Prost!–, la bruma que precede al apagón y, entre imágenes que dudo que fueran reales, un manojo de brazos posándome en un lugar mullido que acabó por rendirme.

Más tarde, las cadenas y portazos que le dije, a las que maldito el caso que hice y, aún en sueños, unas voces quedas y un traqueteo, el del rítmico rodar del tren que, más que despertar, te acuna, como el arrorró maternal y lactante que te quiere tranquilo y feliz.


Desperté poco a poco. No es que no hubiera razones para el sobresalto, pero, es que ese traqueteo y el hecho de que el vagón siguiera a oscuras aunque afuera luciese el sol, prorrogaron mis ganas de seguir durmiendo.

Tomé conciencia de mi situación con el primer frenazo. Encajado en el cuarto que debiera ocupar un inexistente revisor, el zarandeo, aunque leve, acabó confirmando mis temores: ¡estaba moviéndome! Terrores hubiera experimentado de haber sabido que ese primer parón se debió al cambio de locomotora que se produjo en la frontera Suiza con el land de Baden-Wurtemberg, ya en Alemania.

Pese a ello, aún quería creer que lo que me pasaba no era otra cosa que una broma, excelentemente ejecutada –todo sea dicho– por mis amigos. Fundaba mis sospechas en que mi habitáculo, aunque replicaba en cada detalle al de un vagón, tenía su ventana cegada porque –me malicié–, de verse el exterior, se arruinaría el simulacro; además, afuera podía oír voces hablando en mi alemán materno, mientras que del interior me llegaban susurros en un idioma abrupto e inasequible; inventado, supuse. Paciencia, Klaus –me dije–, aguarda aquí hasta que se cansen y, entonces, vendrán y les recibirás con una carcajada.

Volvió el traqueteo y las extrañas voces se alzaron. Parecían excitadas, diría que felices. Oí algunas palabras en alemán (¡lo sabía!, eran mis amigos), pero enseguida regresaban a la jerga inventada. Sin embargo, no logré identificar ninguna voz conocida. Al menos conté una docena y, para estupor mío, dos o tres mujeres entre ellas. ¿De dónde las habrían sacado? Hurgué en mi memoria tratando de enumerar nuestro pobre elenco de amigas, pero, en el esfuerzo, volví a quedarme dormido.

«¡Frankfurt!», me despertó un grito desde fuera y otro en mis adentros: mis tripas rugían de hambre y mi vejiga exigía atención. Cuántas horas llevaría encerrado en ese cuchitril. Tantas que la broma había franqueado el umbral de pesada. En vista de ello, modifiqué mi táctica y decidí salir para enfrentarme, ya sin sonrisas, a mis amigos. Pero, en el último instante, advertí que dos de las voces, una mujer y un hombre, se acercaban a mi cabina. Parece que han pensado lo mismo y vienen a liberarme –sonreí entre dientes–, y por primera vez me asomé a una mirilla que tenía la puerta desde la que podía atisbarse todo el pasillo.

Vi a una pareja, seguida de un tipo hosco y barbudo. Me indigné al verles pasar sin mirar a mi puerta, como si yo no existiera, sin hacer un gesto, qué sé yo, una mueca que delatara el contubernio entre ellos. ¡Nada! Pasaron de largo, hablando ese galimatías que, de repente, sí que me pareció un idioma. Eran demasiadas palabras distintas, entonaciones que se adecuaban a la expresión de sus caras; aquella escena rezumaba autenticidad. Además, ese trío eran unos perfectos desconocidos, mucho mayores que yo y ataviados de un modo, cómo explicarlo oficial, del modo en que uno se viste cuando va de viaje.

«¡Frankfurt!», gritaron de nuevo y el tren arrancó. Entonces comprendí horrorizado que sí estaba en Frankfurt. Quiero decir, que estaba abandonando esa ciudad que distaba de Zúrich no menos de cuatrocientos kilómetros. Y aún así no era lo peor. Lo peor –recordé enseguida– era que Europa entera, excepto mi amada Suiza, era un campo de batalla. Hacía casi tres años que habían asesinado al archiduque austríaco en Sarajevo y desde entonces andaban a tiros alemanes, austríacos y turcos contra rusos, franceses, británicos y norteamericanos. ¡Hasta los neozelandeses habían decidido apuntarse!

¿Cómo era posible que una de las potencias beligerantes permitiera que un convoy procedente de Suiza, por muy neutral que fuéramos, se adentrara en su tierra y, encima, con todas sus ventanas y puertas ostensiblemente cegadas? ¿Qué clase de pasajeros viajaban en él? Y lo más importante, ¡¿qué pintaba yo en todo eso?!

El orinal que se hallaba bajo la litera del revisor alivió una de mis urgencias; la sed la calmó una jarra de agua, pero el hambre acuciaba con un fragor en mi estómago que se agudizó hasta dolerme cuando olí, ¡casi lo palpé, oficial!, el aroma de la carne y el sauerkraut que me alcanzó desde el vagón donde se estaban dando el festín. Por segunda vez ese día estuve dispuesto a salir de mi encierro e irrumpir en lo que califiqué como el más obsceno de los ágapes, uno celebrado en medio de una guerra. Lo que me frenó esta vez fue el entrechocar de las copas y, al unísono, un brindis, “Vashe zdorovie!”, que reconocí y que erradicó mis ganas de comer.

¡Eran rusos! Estaba seguro. Viajaba en un tren sellado lleno de rusos, atravesando un país que en ese momento estaba en guerra, precisamente, con Rusia. Si mi presencia en el convoy tenía algún sentido o era fruto del azar; si ésta era conocida por los ocupantes o yo no era más que un polizón; si el periplo nos alejaba de Zúrich o emprendía ya el regreso; tantas incógnitas atormentándome y una sola certeza sobrevolándolas: mi vida corría peligro. Descartado, por improbable, el obús que atinara en nuestras cabezas, comprendí que quienquiera que me descubriese podría considerarme enemigo; los rusos de adentro, que me creerían un espía infiltrado, y los alemanes de afuera, que me darían por cómplice de los rusos. Con creciente angustia, empecé a imaginar mi final, ya fuera este ante un pelotón de fusilamiento tras un juicio sumarísimo, ya con mi cuerpo despeñado desde el tren en marcha luciendo un tiro en la sien.

Tenía que escapar. Pero, ¿cómo se huye de un tren del que ignoras la ruta y cuándo efectuará una parada y, además, que lleva sus ventanas y puertas selladas?

Mientras pensaba en ello, el asunto del hambre reordenó mis prioridades. A fin de cuentas, para escapar era imprescindible permanecer vivo. No había nada comestible a mi alcance, el agua se había acabado y mi estómago me dolía como si sufriera una úlcera. Gracias a la situación del cuarto del revisor y tras observar por la mirilla los trasiegos de los viajeros, deduje que el tren tenía no menos de tres vagones, además del mío, que ocupaba un lugar central y que estaba destinado a los compartimentos de primera clase. También averigüé que el posterior al mío daba cabida a más pasajeros, mientras que el anterior debía ser algo parecido a un comedor y, por lógica, junto a él, estaría la cocina que había planeado asaltar en cuanto se hiciera de noche.

A falta de otros indicios, intuí el crepúsculo cuando las voces se fueron apagando y me quedé a solas con el galopar sobre el tendido de hierro. La mirilla devolvía una penumbra, como la de las fauces de un oso, flanqueada por las aristas metálicas, a derecha e izquierda, de las ventanas y las puertas de los compartimentos. Descorrí el pestillo a velocidad milimétrica sin dejar de vigilar por el visor; me aseguré que podría abrir la puerta a mi regreso y salí al pasillo. Pese al sellado, del exterior me alcanzó un aullido interminable: era el aire que afeitaba los paneles colándose entre estos y las ventanas. Recuerdo que pensé que viajaba en una bala de cañón o en un sarcófago. Lúgubre, lo sé, oficial, pero es que mi ánimo me conducía, resignado, a un desenlace funesto.

Quizás para contradecirme, al descorrer la puerta del vagón siguiente, me topé con la visión de lo más cercano al Paraíso que entonces podía soñar: el comedor y, adosado a él, una despensa repleta. Queso, fiambre, arenque en salazón, restos de la carne que aventé horas antes, ni rastro del sauerkraut, vinos y licores de toda clase y graduación, pasteles y frutas. Al menos –pensé– mi intuición me había funcionado. Devoré cuanto pude al tiempo que recolectaba las vituallas que llevarme a mi cubil, incluido un tinto francés en una botella casi llena. Cuando volví a correr el pestillo, no sin antes haber comprobado que el tren estaba sellado desde fuera y haber pasado por el baño de mi vagón, decidí que lo mejor sería mantener mi incógnito y escapar a la primera ocasión. Comida y bebida no me iban a faltar.

«¡Berlín!», gritó una voz tan alejada del tren que éste pareciera detenido en un lugar que no era la estación. En el interior reinaba el silencio. Debía ser madrugada o los ocupantes prefirieron no delatar su presencia o, quizás, yo había enmudecido ante el estruendo de mi corazón desbocado. Berlín. ¡Casi mil kilómetros ya! Otro cambio de locomotora y nos despedimos de la capital imperial enfilando al norte, o eso reveló mi brújula interior, el único sentido que aún no se me había embotado. Tonto de mí, por un momento pensé que se habían equivocado de vía, porque Rusia –el que creía nuestro destino final– quedaba a la derecha.

La noche siguiente salí dispuesto a probar la sopa de cebolla que había olido poco antes desde mi celda. Aunque estaba tibia, la sentí caliente oyendo rugir afuera el viento helador. Recogí queso y fiambres para un par de días y reemplacé la botella de la otra noche por una del mismo vino francés que abrí, a falta de alguna empezada. De camino a mi camarote, paré en el aseo del pasillo, esta vez buscando el completo alivio que la noche anterior no necesité.

Fue en el momento en que me estaba incorporando para tirar de la cadena, cuando –pantalones bajados y expresión igualmente rendida tras el esfuerzo–, digo, oficial, que fue en ese momento humillante cuando se abrió la puerta y nos conocimos.

A kto ty, chert voz’mi? —luego supe que me había dicho «¿Y tú quién coño eres?» o algo así. Diré en descargo suyo que, pese a la impresión inicial, su tono era tranquilo, diría incluso que jovial, como si supiera perfectamente quién era yo, pero prefiriera divertirse con maldita la gracia del instante.

Al replicarle –en alemán, claro– que no entendía nada, respondió en mi lengua repitiendo la pregunta anterior. Brindaba tanta confianza que, aún con mis pantalones a media asta, le conté todo lo que usted ya sabe, oficial. Sonrió y me hizo un gesto para que me vistiera y saliera con él al pasillo, no sin antes recordarme que tirara de la cadena.

Se presentó como Volodya y me llevó al vagón siguiente, donde despertó a la veintena de ocupantes que se arrebujaban entre mantas por los asientos y el suelo. Les habló en un ruso seco y rápido, nada que ver ese tono con el que había empleado antes conmigo y, súbitamente, se largó dejándome allí en medio de aquella horda cosaca.

Al principio, creí que no habían prestado atención a Volodya, que ni siquiera se habían despertado. Pero, después de un breve intercambio de gruñidos, tres de ellos se acercaron y, sin mediar palabra, me maniataron y, a empellones, me sentaron para, acto seguido, empezar a administrarme, uno tras otro, incontables vasos de vodka –buenísimo, por cierto– hasta que perdí el conocimiento.

Así fue como, horas después, crucé en ferry el estrecho entre Sassnitz y Telleborg, ya del lado sueco, ¡completamente ebrio! y, por tanto, incapaz de pedir auxilio a quienquiera que me viese.

Desperté montado en otro tren, ya sin las ventanas cegadas. Aunque no iba maniatado, me escoltaba el barbudo malencarado que vi por la mirilla durante la segunda jornada del viaje. Cuando estuvo seguro de que había recobrado la consciencia, me empujó hasta el compartimento que ocupaban Volodya y una mujer a quien presentó como Nadya, en el que más tarde congregaron a media docena de tipos de los compartimentos vecinos.

Se notaba que Volodya era el líder de la expedición. Todos callaban cuando él hacía ademán de hablar. Ni su presencia ni su voz, ni siquiera su mirada, provocaban admiración; más que reverencia, su hueste rezumaba miedo, quizás el temor a contradecir su expresión vehemente. Nadya era diferente. Ambos tenían la misma edad, en mitad de la cuarentena, pero ella parecía mayor, más sería, impertérrita y, sin embargo, con un porte aristocrático y una mirada ígnea, una que hacía creer a todos –a mí también– que de los dos era Nadya quien firmaba las sentencias de muerte.

El interrogatorio al que me sometieron duró dos jornadas más. Sesiones interminables que, indefectiblemente, terminaban entre risas y vodka en el comedor. Yo les relaté mi vida entera, oficial, pero le aseguro que de ellos apenas si capté sus nombres, sí el entusiasmo que sentían al regresar –eso no lo ocultaron– a su patria, la madre Rusia. Después de recorrer Suecia de sur a norte, cruzamos la frontera finlandesa por Tornio y desde allí hasta Petrogrado en un nuevo tren, también descubierto.


Fue en la última etapa cuando noté que todos se ponían en zafarrancho. Por las ventanillas podían verse campesinos que nos saludaban con la mano u ondeando banderas rojas; también vi soldados de espaldas a nosotros, al parecer dispuestos para contener disturbios. Dentro, se comportaban como una compañía de teatro arracimada tras el telón que está punto de alzarse; unos atentos a peinados y atuendos, otros garabateando discursos. Sólo Volodya y Nadya permanecían tranquilos en su compartimento. Bueno, yo también. De todos, era el único que ignoraba qué estaba pasando, el único que no tenía un cometido en aquella función.

Cuando nos aproximamos a la estación de Petrogrado, Volodya nos reunió para darnos las gracias (spasiva, ¡eso sí lo entendí!) y, justo un minuto antes de apearse, al pasar junto a mí, se despidió sonriéndome «Do svidaniya, tovarishch zasranets».

El resto es Historia. Volodya descendió para mezclarse con la multitud que le esperaba como si fuera el mismísimo Redentor. En unos meses se hizo con el mando absoluto de toda Rusia, de la que erradicó a zares y boyardos y a la que renombró Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Luego…

¿Cómo dice, oficial? ¿Que qué fue de mí?

Bueno, a mí me sacaron mezclado con los mecánicos y maquinistas, me mantuvieron oculto un tiempo y, cuando se cansaron de mis lloriqueos exigiendo que me devolvieran a Suiza, me montaron en otro tren, esta vez acompañado de cientos de tipos tristes, un tren que recaló en un koljós ucraniano, donde me he pasado los últimos cinco años sembrando y cosechando trigo.

¿Que cómo escapé de allí?

Escondido en un transporte de grano que descargó en un barco anclado en Odesa que viajaba a Estambul y de allí hasta Marsella, donde tomé la sucesión de trenes que me han traído hasta aquí.

¿Cómo? ¿Que qué significa lo que me dijo Volodya al bajarse del tren?

Verá, oficial, es una broma de no muy buen gusto, pero ya se sabe que los rusos son unos guasones. Lo que el camarada Lenin me dijo… ¡sí oficial, Volodya es el diminutivo de Vladímir, el nombre de pila de Lenin! En fin, lo que Lenin me dijo se traduce así: «Adiós, camarada cagón».

¡Oiga, oficial! ¡No le consiento que se ría de mí…!

¿Qué ha dicho? ¿Que me deja entrar en Suiza? ¿Por qué? ¡¿Cómo?! ¿Que tovarishch zasranets era la identificación en clave que interceptaron los servicios secretos suizos? ¡¿”Camarada cagón”?!

Vladímir Ilich Uliánov, “Lenin” (1870-1924). Primer y máximo dirigente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), nacida tras la Revolución de Octubre de 1917, de la que él fue su líder principal. En marzo de ese año, cuando abdicó el zar Nicolás II, Lenin se hallaba exiliado en Zúrich, momento en que decidió regresar a Rusia. Dado que el movimiento bolchevique se oponía a la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial, el gobierno alemán, con la esperanza de desestabilizar su frente oriental, consintió el paso por su territorio del tren sellado que condujera a los líderes rusos (pasando por Suecia y Finlandia) hasta Petrogrado (hoy San Petersburgo). El convoy partió de Zúrich el 27 de marzo de 1917 y llegó a la estación de Petrogrado el 3 de abril.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar