El buen turista

Turismo quiere decir viajar por placer. Su significado enlaza con el término inglés tourism, éste con el francés tour y todos con el latino tornus, que significa vuelta, lo que da idea de que quienquiera que haga turismo lo hace con el propósito de volver.

Turismo es una actividad que, perdón por la perogrullada, practican los turistas, término éste –turistas– que nos enrasa a todos bajo la misma definición: viajeros por placer que retornarán a sus lugares de origen. Lo que nos diferencia, aunque el término turista no lo especifique, es lo que hacemos durante ese viaje. Porque, a mi modo de ver, existen dos tipos de turistas: los humildes y los soberbios.

Nada que ver con el poder adquisitivo. Los turistas humildes son los que viajan en estado de admiración; los que desatienden las listas de atracciones Top 10, que más que sugieren dictan las guías, y se arriesgan a perder el tiempo para hacerse entender en el puesto de un mercado o se desvían por un callejón ajeno al circuito “oficial”. Es la curiosidad la que mueve a estos turistas; el muy humano instinto por rendirse ante los descubrimientos.

Los turistas soberbios, sin embargo, viajan con la lección aprendida, creyéndose maestros capaces de impartirla y despreciando así la riquísima sabiduría del lugar y de sus gentes. Visitar tal monumento o probar tal comida serán muescas que hacer en su lista de yo estuve aquí, como si de ese modo el monumento o el plato se ganasen su tránsito a la particular posteridad del viajero. Los soberbios van rápido, atacados por el estrés de no perderse ni siquiera el selfie que dé fe en Instagram de su paso ante el cuadro o la plaza, pero perdiéndose el acto del descubrimiento y de la contemplación; en definitiva, perdiéndoselo todo.

Por resumir, el turismo humilde apenas roza el lugar que pisa, no deja rastro. El turismo soberbio, sin embargo, amolda el paisaje a su proveniencia, instala las franquicias de moda y comidas que le hagan sentirse en casa, desnaturalizando el destino hasta confundirlo con el punto de partida.


Quizás creas que esta reflexión la provoca la depresión posvacacional o la melancólica caída de las hojas que anticipa el otoño. Quizás se vea como la reivindicación de un humilde, yo, que no quiere verse mezclado con los soberbios. Yo prefiero que la entiendas como una demanda de atención, de ayuda.

El turismo es bendición y es maldición a la vez. Enriquece y corrompe; transforma lugares tan excepcionales como Venecia o el Mont Saint Michel en agobiantes corredores por los que bulle una marabunta en desaforada búsqueda de un abalorio de Murano o de una mesa donde engullir unas crepes servidas por un camarero ávido por la siguiente propina. Hallstatt, Concarneau y Boracay, enclaves minúsculos que visitan demasiados turistas a diario; o Barcelona, Atenas y Venecia otra vez, destinos donde cruceros colosales “vomitan” miles de navegantes urgidos por las cuatro o cinco horas con que cuentan para recorrerlo todo.

Bien sea por la expansión de las clases medias, bien por las economías de escala que la globalidad acarrea, el auge del turismo es imparable. Según el análisis de The Economist, el año 2000 China exportó 10 millones de turistas e India casi 5; veinte años después esos números fueron 154 y 27 millones, respectivamente. Añádase a ello el “efecto venganza”, que es como se ha dado en llamar al repunte post-pandemia que ha exacerbado todas las tendencias cuando la COVID-19 pasó a la historia. Sean estos, sean las reacciones que las poblaciones locales o sean otros los factores, el caso es que mantenerse impasibles ante el fenómeno es arriegado. Por esto el Ayuntamiento de Venecia anunció hace unos días la instauración de una tasa de 5€ por visita o por lo que la Acrópolis ateniense ha fijado un número máximo de entradas diarias.

Medidas iniciales, precipitadas, burdas quizás. Porque son medidas que no discriminan entre los turistas humildes y los soberbios. Así que habrá que esperar (e insistir) hasta que se entienda.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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