Tú que crees

La de religión debiera ser una asignatura para adultos, para muy adultos. Instruir a los niños en ella es una inversión en tiempo de dudoso rédito, porque comprenderla a su edad es tarea imposible; como mucho, sólo sirve para inocularles rezos de memorieta y pocas o ninguna pregunta. Abarcar una creencia, adaptarla o rechazarla, es un proceso complejo jalonado de dudas que a veces requiere de toda una vida para culminarse.

Los avances de la Ciencia se han ocupado de expulsar a Dios, primero, de las nubes, después, de las enfermedades y plagas que “nos mandaba” por sabe Él qué pecados; hasta de la fulgurante semana del bigbang en que el Génesis puso el contador de la Creación a cero. También el pensamiento ha ido arrinconando a Dios: de la dictadura de las conciencias al libre albedrío tomista, y de las teocracias absolutistas a los regímenes forzosamente laicos. Sin perder un ápice de su omnipresencia, Dios, en cualquiera de sus manifestaciones, se ha recluido en el ámbito más íntimo de sus creyentes.

Con la reticencia de los países musulmanes y de los pocos que prohíben las prácticas religiosas, creer y, por extensión, ser practicante son opciones, no obligaciones cuya falta sea perseguible por un tribunal.

Toda persona tiene derechos a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.

Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 18).

Es por todo esto, precisamente, por lo que pienso que ser creyente –de cualquier credo, aclaro– es un privilegio. Por ello admiro a los amigos, pocos la verdad, que practican su fe. Digo bien, su fe en cuanto ésta tiene de irracional, que no de fanática. Admiro a quienes la eligieron con inteligencia; porque sus convicciones les llenan, les responden cuestiones que a los demás nos tienen en vilo: la de la muerte y su continuación, la más repetida.

Viene a mi cabeza una escena de la novela En compañía del sol (publicada en 2006), del autor extremeño Jesús Sánchez Adalid (1962). Aunque Jesús es más conocido por otras como El mozárabe (2001), Félix de Lusitania (2002) o la premiada La sublime puerta (2005), intuyo que ésta debe contarse entre las más queridas por él. Me explico. En menos de cuatrocientas páginas, el autor despliega la vida de Francés de Jaso, nacido en Javier (Navarra) en 1506, muerto en la isla Sangchuan (China) en 1552 y canonizado como San Francisco Javier en 1622. La de Francisco Javier fue una vida azarosa. De hijo de papá de una noble familia navarra que devino maldita por cuestiones de fidelidades fronterizas a estudiante calavera en La Sorbonne parisiense, donde amistó con el guipuzcoano Íñigo de Loyola (1491-1556), con quien acabaría fundando en 1534 la Compañía de Jesús; los jesuitas, vamos.

Cuando afirmo que esta obra debe contarse entre las más queridas de Jesús, me baso en que, más allá de los hitos meramente biográficos, el autor se ha esforzado en mostrar la faceta mística del protagonista, en interpretar desde la fe la misión en que embarcó su vida. Por eso me resulta tan memorable la escena en que un joven marinero particularmente descreído agoniza, víctima de un accidente, en brazos de Francisco Javier. Sabiendo ambos que la muerte es irremediable, asistimos a un tour de force que, visto desde los aterrados ojos del muchacho, parece querer arañarle a la vida unos minutos, pero desde los del Santo, la lucha es por ganar la eternidad para su alma. No hace falta ser creyente en este caso para concluir que la fe es un don.

Por ello sostengo que la religión no puede ser una asignatura sino una búsqueda. Desde que hace milenios miramos al firmamento, nada ha sido más humano que preguntarnos acerca de nuestra naturaleza espiritual. Creer y no creer ha sido la lucha en que nos hemos batido a diario; en que aún nos seguimos batiendo. Por ello –termino– debemos fomentar esa búsqueda a sabiendas de que, conduzca o no a la fe, nos hará mejores.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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