Genio es una palabra con muchos significados. El diccionario de la Real Academia Española (RAE) incluye hasta diez acepciones. Aunque no las enumere, sí que voy a atreverme a clasificarlas en dos grupos: uno relativo al carácter o a la animosidad de las personas y otro relacionado con la brillantez de ciertas mentes, la que, en raras ocasiones, ilumina nuestro mundo.
Para este segundo grupo, son muchas las voces que han tratado de describir qué es el genio. Entre ellas, también podemos identificar dos facciones: quienes, como Platón y muchos románticos del siglo XIX, lo definieron como una cualidad divina con rasgos rayanos en la locura; y los que, como Kant y los ilustrados del XVIII, lo describieron como una cualidad excepcional más allá del talento, pero genuinamente humana. Al fin y al cabo, el talento –para escribir o componer o esculpir, etc.– se ve más a menudo; el genio, sin embargo, es un don que ejerce quien posee talento y, además, lo lleva hasta límites que otros, igualmente talentosos, no intuirían siquiera.
En el mundo de la pintura, por ejemplo, no faltan artistas con habilidades sobradas para plasmar en un estuco o un lienzo imágenes extraordinarias, emocionantes, perfectas. Pero son un puñado apenas los que han creado un lenguaje y nos han enseñado una forma distinta de “mirar” el mismo mundo que otros miraban pero no “veían”. Sin ir muy lejos, Picasso o Dalí, han pasado a la Historia del Arte como genios, porque revolucionaron las cuatro esquinas que delimitaban sus obras y nos transportaron a universos hasta entonces inimaginados.
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Acabo de terminar la monumental biografía del, sin duda alguna, genial Ludwig van Beethoven (1770-1827) escrita por el compositor y profesor norteamericano Jan Swafford (1946). Con desapasionada minuciosidad y sin caer en los superlativos que, por otra parte, serían justos, el autor desentraña por orden cronológico una vida ordinaria, casi sórdida, la de Beethoven, en medio de las convulsiones que se derivaron de la Ilustración. Ninguna obra acompaña mejor la transición del Antiguo Régimen de testas coronadas Dei Gratia a la heroica ascensión y fulgurante aplastamiento de Napoleón y regreso a los absolutismos; ninguna transformó el lenguaje musical como la de este oscuro alemán afincado, muy a su pesar, en la Viena imperial. Beethoven era un pianista virtuoso y, gracias a ello, un extraordinario improvisador. De él puede afirmarse que fue el primero en dotar de un propósito a cada una de sus creaciones; que, lo mismo que culminó el clasicismo de Mozart, Haydn y antes de Bach, fue el precursor de la expresión de las emociones en el pentagrama. Podría decirse que su música era clásica y que era romántica, pero que ambas etiquetas no explicarían la magnitud de su genio.
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Lo que me devuelve a mi reflexión inicial acerca del término “genio” y, en concreto, a su primera acepción, la relativa al carácter de las personas. Porque Beethoven fue un tipo con muy mal genio. Hosco, cuando no grosero, terriblemente suspicaz, desconfiado hasta rozar la paranoia. Y no le faltaban razones: su padre alcohólico (es probable que, andando los años, él también lo fuera) le sacudió de lo lindo, fue un enamoradizo de escaso éxito, estaba convencido de crear un arte que pocos entendían, le aquejaron enfermedades sinfín, entre otras, vergonzantes diarreas, su desaliño le daba aspecto de pordiosero y, por si fuera poco, contrajo una progresiva e incurable sordera. Compositor, pianista y sordo. ¡Como para no tener mal genio!
Pensándolo bien, creo que, de haber nacido en estos tiempos de postureo social y mínimo esfuerzo, Beethoven habría pasado a la historia, en el mejor de los casos, como un excéntrico, y lo más probable, como un sujeto odioso y despreciado. Lo que me lleva a mi penúltima reflexión: ¿cuántos beethovenes nos habrán pasado desapercibidos en el fragor de lo inmediato y la cultura de la cancelación imperante?
Personajes tan controvertidos como el físico estadounidense Robert Oppenheimer (1904-1967), creador de la bomba atómica, engrosarían dicho baúl de los olvidos si no fuera por la reivindicación de la película homónima de Christopher Nolan (1970) estrenada este año. Lo mismo podría decirse del “loco” de Vincent van Gogh (1853-1890), de la vilipendiada fotógrafa Leni Riefenstahl (1902-2003), del huraño campeón mundial Bobby Fischer (1943-2008) o del no menos huidizo autor de El guardián entre el centeno J. D. Salinger (1919-2010). Genios todos, pero con muy mal genio.
Gracias por darme tiempo.