Efervescencia artificial

Antes de que se me malinterprete haré una declaración: creo que la Inteligencia Artificial es uno de esos adelantos que transformará el mundo tal cual lo conocemos, como en su día lo hicieron la imprenta o la máquina de vapor. Digo esto para que se entienda que lo que sigue no es una enmienda a la AI (en su abreviación anglosajona), sino una crítica al papanatismo, cuando no a la superchería, desplegado al calor de los avances, aún tímidos, que se van desvelando y, de resultas, mi temor a que se esté hinchando una burbuja como la que precedió, a primeros de este siglo, al despegue de Internet.


Dicho lo anterior, añado que la Inteligencia Artificial es un concepto antiguo. Si bien fue Aristóteles (384-322 a.C.) quien delimitó lo que podemos llamar “inteligencia”, hubimos de esperar hasta la proliferación de las máquinas del siglo XIX para asociar a ellas la capacidad de aprender y, de resultas, de adaptar sus respuestas a lo aprendido. El punto de inflexión llegó a mediados del siglo pasado, cuando el matemático británico Alan Turing (1912-1954) –ya célebre por haber creado Enigma, la máquina que logró descifrar los códigos nazis durante la Segunda Guerra Mundial– formuló el test que lleva su nombre, que se tomó como el canon para calificar de inteligente a la respuesta de un ordenador.

Que nos haya costado medio siglo pasar de la teoría a los hechos se ha debido a los avances en el terreno de la programación, pero, sobre todo, al incremento de la potencia de los ordenadores; es decir, a mayores capacidades de almacenamiento, de interconexión y de cálculo. Con el permiso del recientemente fallecido Gordon Moore (1929-2023) y su ley homónima, es de prever que dicho incremento continúe su progresión exponencial gracias al abaratamiento de las unidades de memoria, a la multiplicación y aceleración de las redes y, por último, a la irrupción de la tecnología cuántica aplicada a los procesadores.

Sin embargo, leyendo los titulares con que nos desayunamos cada mañana y escuchando a los tertulianos que nos acunan cada noche, la deducción es otra bien distinta: el desembarco masivo de la Inteligencia Artificial –nos dicen– es inminente; millones de puestos de trabajo serán inservibles en un abrir y cerrar de ojos; como si de barricadas se tratara, en todo el mundo las autoridades ultiman legislaciones para refrenar las ansias de dominación del nuevo ente; hasta los más conspicuos magnates aquejados de resquemores éticos se arremolinan implorando moratorias a sus gobiernos. Y para hacerlo más palpable, tenemos a OpenAI, la empresa desarrolladora de ChatGPT, a quien nos presentan como el villano que ha desencadenado tan apocalípticas reacciones, como si no existieran ya otras aplicaciones mucho más inteligentes en territorios tan sensibles como el de los diagnósticos médicos o los vehículos sin conductor.

Yo me malicio que tal frenesí obedece a una simplicísima y codiciosa necesidad: no quedarse fuera de la vorágine. En el plano mediático, se trata de acaparar la atención de la audiencia, siendo menos relevante que esta deba ser bien informada; y en el plano empresarial, la clave es captar los fondos de inversores más o menos incautos para proyectos adornados con el acrónimo AI, aunque sus cimientos sean tan tenues como son las cuatro páginas de un powerpoint.

El daño colateral es la burbuja a la que me referí antes. Veamos: alguien que se erige startup, pronuncia las iniciales mágicas “AI” ante un business angel temeroso de ser tildado de agorero o retrógrado; este afloja la pasta, confiando en que el acrónimo abracadabrante obre el milagro. Pero los milagros son sucesos escurridizos que, en general, no suceden habiendo dinero de por medio. Para estos casos, la palabra es timo. Tarde o temprano, la burbuja se pincha.


Conversación con LaMDA, el sistema AI de Google.

Al margen de lo dicho, la Ciencia de verdad, esa que se esconde de los titulares y timadores, sigue avanzando. Por eso, creo que la era dorada de la AI está aún por llegar. Culminará este siglo o el que viene, pero la Inteligencia Artificial está aquí para quedarse. Colonizará territorios ya ocupados por los hombres y descubrirá otros inexplorados, lo hará a ritmos variables; unas veces pondrá en riesgo nuestra convivencia y otras, las más, espero, la mejorará. Mientras tanto, esa ciencia promocionará el debate acerca de las implicaciones éticas de la AI; se preguntará también por los límites de esta: ¿Superará a la inteligencia humana? ¿Igualará nuestra capacidad creativa? ¿Desarrollará algún modo de “sentir”? Más: ¿Dónde comienza lo artificial de una inteligencia que ha sido programada con parámetros humanos? Y, de rebasarse ese límite, ¿seríamos capaces de entender (y controlar) la “caja negra” que la gobierna?

Para terminar, traigo a colación dos reflexiones fundamentadas en esa ciencia a la que me he referido: una titulada ¿Puede la inteligencia artificial superar a la humana?, de Verónica Bolón Canedo, profesora de Computación e Inteligencia Artificial de la Universidad de La Coruña. La otra reflexión se centra en los efectos que la AI tendrá sobre el trabajo y la firma Karina Gibert, directora del Centro de Investigación en Ciencia de Datos Inteligentes e Inteligencia Artificial de la Universidad Politécnica de Cataluña.

Gracias por darme tiempo.

Asombrosa respuesta de ChatGPT, que inventa una biografía mía en la que cruza galardones existentes con obras también existentes pero ni premiadas ¡ni mías!

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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