Y al final, ¿qué hago?

Mientras escribo, no tengo muy claro si esto acabará siendo una reseña literaria, una reflexión pseudo-filosófica, la crítica de una película o un error que terminaré enviando a la papelera.

Quizás sea como la vida misma, o sea, un proyecto que llenamos de propósitos desordenados y que, a su vez, modificamos a medida que nos sobrepasan los cambios sobre el guión previsto –improvisaciones, los llaman algunos– o a medida que vamos madurando.

Por eso, concediéndome cierto margen, continúo para así tratar de averiguar, llegado el final, de qué estoy escribiendo. Como la vida misma otra vez, la que muchos vamos –literalmente– sobreviviendo con la curiosidad puesta en dar con el colofón que nos la explique, que le otorgue ese sentido epitáfico que, salvo excepciones, pocos llegamos a intuir siquiera.


Lo que pasa es que somos tan incoherentes –contradictorios sería más benévolo decir– que, siendo ese final una de las pocas certezas de nuestra existencia, nos desentendemos de él, lo proscribimos hasta hacerlo innombrable, como si de ese modo conjurásemos su llegada o, al menos, la retrasáramos. Pero ese día temido llegará. Siempre será el menos pensado, cuando nos confirmarán, con deliberada imprecisión médica, lo evidente: que somos finitos y que tenemos, ¡ya!, una fecha de expiración definida.

Puede, no obstante, que accidentalmente nos ahorremos el trance o que “nos lo eviten” quienes, llegado ese momento, ostenten el título de seres queridos. Pero somos muchos, cada vez más (el número de solitarios crece imparable) que tendremos que mirar a los ojos del doctor que emita el veredicto y enfrentarnos después a su inapelable inminencia. Siempre parecerá inminente, no importará el plazo que nos concedan.

Como mr. Williams, el personaje magistralmente interpretado por Bill Nighy en Living (2022), la película de Oliver Hermanus, versión guionizada por el Nobel de Literatura Kazuo Ishiguro a partir de la película Ikiru (1952), de Akira Kurosawa (1910-1998), inspirada a su vez en la novela de Lev Tolstói (1828-1910) La muerte de Iván Ilich (1886). Sin alharacas ni excentricidades, con la más exasperante y británica de las flemas, el protagonista muta, ¡vaya que si muta!, tras escuchar la sentencia. Entonces los espectadores asistimos a un recital de silencios y miradas, gestos apenas perceptibles, que revelan la formidable batalla interior que libra un hombre que repasa su pasado porque se ha quedado sin futuro.

Cuántos –me pregunto– estaríamos dispuestos a gozar (perdón por el verbo) de la lucidez de ese instante, a tener a nuestro alcance ese plazo postrero para estar preparados; a preguntarnos, como en el título “Y al final, ¿qué hago?”, abriendo así, sin perderse en tristes pormenores clínicos, el capítulo final, aún en blanco, pero listo ya para el primer (y último) rascar de nuestra pluma.

Sé que muchos dicen preferir algo rápido e indoloro; que se resisten a ser testigos del fatal declive. Pero, estando la vida jalonada de encrucijadas que resolvemos con las elecciones que al cabo nos definen, por qué eludir aquélla que, probablemente, sea la más decisiva. Sólo se me ocurre una respuesta: el miedo, el humano pavor, el atenazante vértigo ante el que sin duda es el misterio más insondable de nuestra existencia.

Hace tiempo que leí Ser mortal (2014), un ensayo en el que el cirujano estadounidense Atul Gawande critica la excesiva medicalización en que sumimos el final de la vida, de las inhumanidades que se cometen, a veces en nombre del juramento hipocrático, a veces por la desesperada huida adelante del paciente que no está bien preparado o, peor, que no está debidamente informado. Trufando su propia experiencia como médico con la vivencia junto a su padre, el autor defiende que se hable, ¡mucho!, con el paciente a fin de que manifieste cómo desea marcharse (ojo, no hablo de eutanasia, sino de su preferencia entre curarse a toda costa o disfrutar de cierta calidad de vida, aunque al precio de un desenlace más rápido). Igualmente, el doctor Gawande aboga porque los cuidados paliativos se humanicen, alejándose de los hospitales de los que hoy en día suelen formar parte. En términos similares, y refiriéndose a la sedación paliativa, se han expresado, casi una década después, los doctores Joaquim Julià-Torras y María Jimeno Ariztia, de la Universidad Internacional de Cataluña, en un artículo publicado en The Conversation.

A fin de cuentas, se trata de que tomemos las decisiones que nos atañen, las que, de no hacerlo, endosaríamos a familiares o médicos que, por mucho que nos quisieran, ejecutarían sin contar con los necesarios elementos de juicio; el más importante, nuestro propio e indelegable criterio. Es la diferencia entre gobernar nuestra vida hasta el fin o dejarse llevar. Como esta reflexión, que empezó desordenada y que ahora, con el último renglón a la vista, desvela el sentido que la alumbró.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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