Terminó el simulacro

Me cae bien el Grinch, ese personaje creado por el Dr. Seuss, seudónimo del escritor y dibujante estadounidense Theodor Seuss (1904-1991), quien lo dio a conocer en su libro ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, publicado en 1957, que el oscarizado Ron Howard llevó a la gran pantalla en el 2000, con un aspavientoso Jim Carrey en el verdoso papel protagonista. Lo que no podía figurarme es que mi simpatía por él me clasifique en el lado sano de la historia.

El Grinch, literalmente, es un aguafiestas que se ha especializado en una muy concreta: la Navidad. Sin retorcer mucho el relato, no sería difícil emparentarlo con otros cascarrabias célebres, como el enanito Grumpy o el villano Gru, dos muestras de lo necesarios que resultan esos personajes que dan contrapunto a una sociedad, la nuestra, en la que impera la felicidad forzada como forma de presentarse en ella.

Tomando como muestra el escaparate de las redes sociales, sus habitantes nos exhibimos en ellas como si viviéramos en permanente campaña electoral, con la actitud de ser votados, envidiados, admirados. Vacaciones en lugares paradisíacos, familias bien avenidas, manjares exquisitos, mascotas achuchables, eternos romances… Ni una mención en esos posts a la molesta arena playera, a los niños gritones o a la adolescente intratable, al precio del restaurante, etc. Quien aireara tal cosa en el altar de la dicha virtual sería tildado como poco de gruñón, como el enanito.

Porque habitamos un mundo en el que la felicidad es un objetivo primordial y cualquier cosa que se desvíe de él será, por definición, anti-social. Seguramente, la Navidad sea el epítome de este discurso happycrático y el Grinch su contrapeso más pintoresco. Sirva de reflexión el artículo La industria de la felicidad, ese cuento de Navidad, de Antonio Fernández Vicente, profesor de Teoría de la Comunicación de la Universidad de Castilla-La Mancha. «La única felicidad posible –afirma en él– se vive en el sincero encuentro con los demás, incluso en momentos en que la alegría nace de escuchar las penas. Y escuchar es comenzar a remediar».


Llegados a este punto me dirás que cualquier defensa de algo que se aparte del imperativo de la felicidad está condenada al fracaso, pues no hay argumento que compita con su atractivo sin que sea calificado de pesimista. Y lo pesimista es malo, ¿no? Por eso, cuando barajamos pronósticos, sean estos de salud, climáticos o económicos, nunca empleamos el término “pesimista”; a lo sumo, decimos “realista”, no vaya a ser que alguien acabe tachado con el sambenito de cenizo.

Sin embargo, el pesimismo, el filosófico al menos, es una opción que, bien entendida, es de lo más práctica, porque concibe el mundo como un lugar en el que el sufrimiento es inevitable, consecuentemente, donde la obligatoriedad de “ser feliz”, que tantas frustraciones genera, queda abolida. Así pues, cuando la felicidad deja de ser el fin último, cuando aceptamos que la arena de la playa es un incordio y que los cuñados no son amigos, entonces situamos nuestro existir en su medida, la justa de cada cual, y cualquier “extra” que experimentemos lo viviremos como un regalo inesperado. Me atrevo a decir que así seremos más felices.

El pesimismo puede ofrecer herramientas filosóficas para comprender mejor nuestro lugar dentro de la existencia. Puede ayudarnos a aceptar la idea de que negarse a buscar la felicidad sin descanso es quizás la actitud más razonable.

Dejemos de despreciar el pesimismo: forma parte del ser humano, de Ignacio Moya

Visto así, el Grinch caricaturiza al ser humano que, incapaz de hallar la obligatoria felicidad navideña, estalla contra ella y trata de boicotearla. Por eso cuenta con mi piadosa simpatía, que no con mi aplauso, ya que, sin proponérselo, orienta el foco al meollo de la cuestión, que no es otro que la medida que la felicidad debe tener en nuestra vida. La justa de cada cual; ni más ni menos.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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