Liberia

📷 Fotografía de Isabel Padilla


«¡Libre!», gritó al fin Elijah, como si el mero acto de pisar aquella apestosa orilla fuera, no sólo el final del viaje, sino la más justa coronación tras una vida cuajada de privaciones.

«¡Bendito seas, Cabo Mesurado!». Pese a los enjambres de mosquitos nublando la ciénaga, aquello era lo más parecido a la tierra prometida para él y las otras noventa almas que desembarcaron esa mañana de 1822.

El agente de la Sociedad Americana de Colonización que les despidió en Nueva York hacía poco más de un mes les habló de tierras fértiles y pueblos amables. Nada que ver con el embarcadero plagado de ratas que se abría al destartalado poblado donde se hacinaba la docena de indígenas que el Rey Peter había enviado para darles la bienvenida, o quizás para averiguar el modo más rápido de someterles y recobrar así los 25.000 acres que vendió meses antes a otros agentes de la Sociedad a cambio de pólvora, tabaco, unas barras de hierro, cinco sombrillas, diez pares de zapatos y tres cubas de ron, por un valor total de trescientos dólares.

Para quien ha pasado 53 años de su vida como esclavo en una plantación de algodón de Williston, Carolina del Sur, ni siquiera la humedad del aire por encima del 80% oprime tanto como lo hacía la vara del primer Amo George o, años después, la fusta del Amito George, su mezquino heredero.

Fueron los primeros, pero sabían que tras ellos vendrían cientos, miles; un aluvión de libertos expulsados de América, pues los biempensantes blancos del Norte no podían resistir la visión de casi trescientos mil negros libres. Unos, porque resultaba demasiado provocador para los esclavistas del Sur, que a la mínima ondeaban la bandera de la secesión; y otros, porque en el fondo creían que los negros eran inferiores a ellos, los genuinos descendientes de la sagrada cuna europea. Por eso fueron tantos los que aceptaron ser manumitidos con la condición de emigrar de inmediato a tierras africanas, aunque estas se hallaran a miles de millas de aquéllas que dejaron sus ancestros uno o dos siglos atrás.

Hacía quince años que su mujer había muerto en el décimo parto. Tampoco vivió el niño. Mejor eso que ser el bastardo del Amito quien, con la excusa de aprender a “montar a una negra”, escogió a su Molly como jamelga. Así que Elijah desembarcó acompañado de las familias de sus dos hijas mayores y la de Jason, el único varón que había permanecido junto al padre en la plantación. Del resto de la prole, esparcida por los amos en ventas sucesivas, apenas sabían más que por rumores que lo mismo eran de liberación que de muerte, así que hacía mucho que no les prestaban atención para creerles felices.

Ocuparon la cabaña asignada, lo suficientemente amplia para las tres familias, aunque en una zona desolada, alejada del puerto y, a cambio, libre de ruidos y hedores. Tardaron pocos días en descubrir que lindaban con el terreno de una antigua explotación de granos del paraíso, el aromático aderezo que sustituía a la pimienta en muchas mesas de Europa y prestaba su nombre a aquella costa. Así que, sin una ocupación determinada, Elijah, Jason y los dos nietos mayores adecentaron la tierra, donde plantaron más grano, recolectaron mangos y dispusieron trampas para monos y serpientes.

Con la ayuda que prestaba la Sociedad les daría para vivir un tiempo, a sabiendas de que era una subvención temporal que se extinguiría cuando la colonia se consolidara con la llegada de más libertos desde Estados Unidos.

Apenas coincidían con los nativos del interior. A estos les asustaba el mar y a los colonos adentrarse en la selva; así que entre ambos se delineó una frontera que no hizo falta trazar en los mapas. En ocasiones detectaban su presencia, sobre todo cuando los indígenas salían de partida de caza e, impelidos por la curiosidad, eran sorprendidos espiándoles encaramados a un árbol como un mono más. Una vez, el mayor de los nietos se topó con uno de ellos mientras recolectaba unos mangos; nada más decir “hola” se esfumó haciendo creer al muchacho que había visto un fantasma.

El primer ataque se produjo un año después. Aunque la cifra de colonos desembarcados se aproximaba al millar, apenas la mitad había sobrevivido. Sólo en la familia de Elijah, la fiebre amarilla se había cobrado la vida de una de sus hijas, de la mujer de Jason y de dos de los nietos. Se aventaba la desesperación y los nativos, alentados por su reyezuelo, planearon asaltar el poblado y empujar a los colonos al mar. Ignoraban que un traidor había delatado sus planes y que los colonos temían más regresar a sus plantaciones de América que morir devorados por ellos. La escaramuza se saldó con cuatro tiros y dos bajas entre los sorprendidos atacantes y desencadenó un día después una represalia que el petulante Rey Peter no previó, incapaz de imaginar guerreros entre un pueblo de esclavos enfermizos.

James Monroe (1758-1831), presidente de EE.UU., al que Monrovia debe su nombre.

Declaradas las hostilidades, en uno y otro bando afloraron diferencias que el tiempo acartonó insalvables. Los colonos fortificaron el poblado, al que llamaron Monrovia en honor de su presidente; los nativos empezaron a referirse a ellos como “blancos”, evidenciando así los orígenes mestizos de muchos de ellos, pero sobre todo zahiriéndoles al evocar los tiempos en que ellos eran simples niggas. Quizás como reacción a la provocación, los colonos bautizaron Liberia a esa tierra —País de hombres libres—, dejando así claro que más allá de sus límites sólo existía la barbarie.


La casualidad obra milagros a veces. Era un día de esos de ánimo calmo, en que presagiar un ataque se tomaría como un chiste malo. La caza escaseaba y Duma, el impaciente hijo del rey, decidió adentrarse en la tierra de blancos tras las pisadas de uno de esos esquivos antílopes. Un golpe de suerte como ese, se dijo, no se desprecia. Lo mismo pensó Charles, el sobrino de Jason al ver la grupa de la hembra de bongo escabullirse entre los matorrales sin darle tiempo a disparar una flecha. Como una sombra, su prima Celia le seguía y le hacía señas, pues ambos sabían que ella era mejor oteadora que él. Charles avanzó por donde le indicó Celia, pero poco después notó que ella se había rezagado. Al volverse la vio a diez metros, con la vista clavada en el punto donde descubrió al nativo, de pie y fijo en ella, como si la selva se hubiera vaciado de presas. Cuando el salvaje hizo ademán de acercarse, Charles levantó el arco hacia él, Celia le gritó «¡No!» y al instante sintió la sacudida en el hombro, vio la flecha atravesada en él y se desvaneció. Despertó horas después en el dispensario, con medio poblado rodeándole y haciéndole una sola pregunta: «¡¿Dónde está Celia?!».

No sintió miedo. Ver caer a su primo con una flecha en el hombro era la consecuencia justa de su estúpido ataque. Los ojos del joven nativo le decían otra cosa: soy amigo, ven, nada te pasará conmigo. No opuso resistencia. ¿Para qué? Cuando quiso darse cuenta, habían pasado unas horas y se hallaba en el centro de una aldea, entre el griterío de dos docenas de niños y el fragor de medio centenar de miradas ávidas de respuestas o sangre, no sabía bien qué. Asistió al parlamento entre Duma y su padre, con el pueblo de testigo, pues ella no entendía nada.

Entonces tomó consciencia del dislate: había abandonado a Charles, ya estaría muerto; toda Monrovia andaría en su busca; quién sabe si se habría desencadenado una guerra. Como el tumor, que confunde a los órganos para hacerlos funcionar mal, la culpa corroe al pensamiento hasta nublar la mente más clara. Poco importa que la señale un dios o que sea uno mismo; cuando anida con fuerza, la culpa es la llave con que se abre el Infierno. Con sólo catorce años, la niña comprendió que no podría regresar. Ni lo merecía ella, engreída y caprichosa, que se había dejado arrastrar por los ojos de Duma, ni lo merecían los suyos, que al verla sólo recordarían al cadáver de su pobre primo. «¡No volveré con los blancos! —gritó al gentío atónito—. Viviré con vosotros».

Mentir no es difícil si enfrente tienes a alguien que quiere ser engañado. Los huesos de un mono junto a los jirones de su propia ropa bastaron para que los colonos, deseosos de no entablar nuevas luchas, dieran a Celia por devorada en la selva. Sólo el primo Charles descreyó los señuelos, pero lo dieron por loco, corroído por los remordimientos que no le dejarían hasta que la siguiente epidemia de fiebre amarilla se lo llevó por delante.


Llegaron más barcos, con nuevas remesas de almas que habían trocado su patria por la palabra Liberia, pero que, al desembarcar en Monrovia, echaban la vista atrás como si extrañaran el amparo de la mano paterna. La Sociedad de colonización, omnipresente en los comienzos, sobrevivía entre constantes rumores de quiebra. Con el transcurso de los años, la caridad del otro lado del Atlántico alcanzaba cada vez más exigua. América acabó siendo un recuerdo: el que llegaba con cada convoy de manumisos que ignoraban qué hacer con su libertad y el que regresaba vacío de pasaje y repleto de suspiros por cuantos aún quedaban allí.

Elijah había muerto dejando a Jason como cabeza de una familia que, pese a las epidemias de fiebre y la sempiterna mosca tse-tse, se mantuvo en el mismo tamaño que al llegar más de veinte años antes. Prosperaron gracias a los granos de pimienta guineana que exportaban a América y vendían a los mercantes holandeses e ingleses que recalaban por allí de vez en cuando. Gilbert, el menor de sus hijos, con sólo quince años, tomó los hábitos presbiterianos y marchó a convertir infieles al Congo y su hija Jane se había casado con Joseph, el mayor de Henry Roberts, un comerciante llegado de Virginia en el 29, buen amigo de Jason y socio en el negocio de exportación de pimienta.

Joseph Jenkins Roberts (1809-1876), primer presidente de Liberia.

Joseph era uno de los pocos jóvenes de Monrovia que tenía estudios. De porte y maneras elegantes, pero con un natural taciturno que todos achacaban al duelo debido a la pérdida de su esposa y su único hijo, quienes contrajeron las fiebres al llegar a Liberia. Tras enviudar, tardó cinco años en mirar a otra mujer, la que resultó ser Jane, diez años más joven y enamorada desde que le conoció. Con la respetabilidad de hombre casado, su primer hijo en el mundo y un segundo en camino, Joseph decidió presentarse a shérif de la colonia, puesto que desempeñó seis años, al cabo de los cuales fue designado vicegobernador, cargo que ocupó otros dos años, hasta que una mañana le llamaron para anunciarle que el gobernador había muerto y él se había convertido automáticamente en el primer mandatario negro de Liberia.

Durante sus años de shérif, Joseph había tenido ocasión de entablar relaciones con los indígenas, a quienes visitaba con regularidad para tratar de cobrarles impuestos y, de resultas, pudo confirmar su naturaleza, que calificó “diabólica”. Como diría más de una vez «son zafias e ignorantes criaturas, sin temor alguno a Dios Nuestro Señor y únicamente obsesionadas con expulsarnos de esta tierra». Así que, al proponer a la Sociedad de colonización la creación de la República de Liberia como nación independiente de Estados Unidos, entre los documentos aportados, la Constitución reconocía la condición de ciudadanos con derecho a voto a los tres mil colonos que ya vivían allí, pero se la negaba a los más de cincuenta mil nativos que la venían habitando desde siempre.

«Mi padre dejó mi país hace más de veinte años porque allí éramos bestias —protestó su suegro con furia—; brazos en la plantación, coños para los amos, perros falderos, en el mejor de los casos; pero sin derecho a hablar ni a poseer nada, ¡mucho menos a decidir nuestro destino!». La pausa que hizo mirando a la Carta Magna y después directamente a los ojos de Joseph iba cargada, sílaba a sílaba, de la más acusadora de las preguntas: «¿Quieres hacerles lo mismo a los nativos aquí, hijo? ¿Tratarles como a nosotros, los niggas de allí?». No hubo modo de hacerle entender que todo era por su bien, que los indígenas eran salvajes que no sabían gobernarse a sí mismos, que necesitaban la protección de hombres rectos y temerosos de un dios distinto que el hato de espíritus y animales que ellos adoraban. Jason se marchó vociferando: «¡No! ¡No! ¡No!», dejando en la sala el martilleo decreciente de sus noes, como si fuera el desesperado braceo de un ahogado al comprender que se asfixia.

Con la independencia regresaron las escaramuzas, como si la celebración no fuera más que un espejismo al que no debiera faltar su propio aguafiestas. Las noticias del ataque a Bassa Cove, a sesenta millas al sur de Monrovia, tardaron una semana en llegar. Los nativos estuvieron a punto de acabar con todos, pero la aparición de unas velas en el horizonte les hizo creer que llegaban refuerzos, aunque el barco pasó de largo sin enterarse. Joseph, investido ya presidente, acudió a socorrer a los supervivientes y a dejarles un retén armado. Al ver la masacre, la piel se le erizó y los ojos le hirvieron de rabia. ¡Era su país y él su presidente! No merecería el cargo —se dijo— mientras los salvajes corrieran impunes. Así que, a su regreso a Monrovia, convencido de hacer Historia, solicitó a la Cámara de Representantes una partida de gastos para emprender la expedición de castigo que disuadiese a cualquiera de volver a acercarse a “su civilización”.


La casualidad otra vez. El pequeño Yoro tenía un escondite que no compartía con nadie, ni siquiera con Sona, su hermana gemela. Privilegios de ser el heredero al trono y ella una mujer solamente. Con trece años, ya sentía celos de ella, pues sí que tenía porte de reina: más alta y con el cuerpo formado, los guerreros la miraban con el mismo temor que a una pantera, porque su piel era negra y lustrosa, no como la de él, desvaída y pálida, como la de su madre. Harta de sus desplantes, Sona había seguido a su quisquilloso hermano hasta el rincón de la selva en que se creía a salvo, pero le perdió de vista justo en el momento en que él se metió por la estrecha abertura que desembocaba en el recóndito estanque. Durante unos minutos no supo qué hacer: llamarle y revelar que le había seguido o regresar al poblado. Oyó una rama quebrarse a su espalda y comprendió que la había descubierto; se dio la vuelta y sonrió: «¡Yoro, has ganado!», le dijo al soldado que la apuntaba a sus pechos desnudos con los ojos batracios más que con su carabina.

Avergonzado, Yoro tardó en confesar a sus padres que lo vio todo desde su refugio, pues al decirlo admitió que no había hecho nada por impedir que su hermana fuera arrastrada por ese soldado y otros dos que aparecieron para reducirla entre golpes y manoseos. «¡Ataquemos! —dijo el rey poniéndose en pie de repente— Acabemos con esos esclavos que se creen dioses». La reina se alzó, le miró a los ojos y sujetándole el brazo que sostenía el machete, le dijo con la lentitud de una condena: «Espera, Duma. Yo traeré a Sona de vuelta», produciendo en el rey la misma impotencia que una derrota.

El vigilante no sabía si ahuyentarla con un disparo al aire o matarla allí mismo, pero aquella mujer con el torso desnudo y portando una bandera de tregua le hablaba en un inglés demasiado bueno para ser nativa. A su favor inclinó la balanza el nombre de Jason, el padre de la Primera Dama, que al asomarse a la empalizada no pudo contener el ahogo, otra vez, de la culpa —«Te abandoné, hija mía. Todos te dimos por muerta. ¡Perdóname!»—, el lastre maldito de los pecados inventados y por expiar. La abrazó, la cubrió con una túnica y un velo de besos, la tomó de la mano y le dijo: «Vamos a casa» y cruzaron las puertas de la ciudad, donde ya se agolpaba el gentío. Celia se zafó suavemente y paseó la mirada entre todos, tratando de leerles los rasgos, pero sólo halló miedo: miedo fingido los hombres, que reían entre dientes; rictus de miedo las mujeres, destilando desprecio; y miedo sin filtro en los niños, pero miedo curioso. «No quiero ir a casa, padre. Vengo a llevarme a mi hija».

El corazón le dio un vuelco al ver a su hermana pequeña correr hacia ella. Compañera de juegos, dos años menor, la de Jane fue la cara que más extrañó cuando abandonó a su familia. Se abrazó contenida por la vergüenza de hacerlo tras veinte años sin contrición e intimidada por la presencia de los soldados que la escoltaban. Se encontraron en la puerta de la mansión presidencial, observados por la gente que quedó afuera y por el séquito de sirvientes que aguardaba dentro. Demasiada pompa para un abrazo de hermanas.

Una vez solas (¡como si esas paredes no tuvieran oídos!) no sabían qué decirse ni quién decirlo primero. «Escucha, —se atrevió Celia— unos soldados me quitaron a mi hija Sona; puede que la hayan violado. Yo sólo quiero llevármela. Me han dicho que tu marido es quien manda. —Y poniendo ojos de súplica— Pídele que me la devuelva y esta noche os habré dejado en paz».

«No es tan fácil» —respondió a su espalda Joseph, entrando por una puerta disimulada en la pared—. «Tu hija lo es de Duma, el forajido que se hace llamar rey, otro salvaje como los que masacraron a un ciento de buenos cristianos en Bassa Cove. Si se entrega, te la devolveremos». No la saludó, ni siquiera se sentó; Joseph en pie se sentía superior a la bestia que, por mucho que compartiera la sangre con su mujer, merecía el mismo trato que un perro. «Mi pueblo es pacífico —respondió con porte de reina—. Somos Kpelle y los que atacaron Bassa fueron Vai venidos del sureste». Se irguió para mirarle de frente: «Aún así, nada tienes contra mi hija. —Y asestarle el tiro de gracia— ¿O es que la Ley es distinta para ella?». «¡Cafre, insolente, bastarda! —gritó Joseph furioso— ¿Quién te has creído que eres? Vives en esa selva en la que te apareas como los monos, de espaldas a tu familia y a tu Dios y ahora vienes, cuando te arrebatan a tu pequeña víbora, para exigir tus derechos, como si tú y yo fuésemos pares».

Un fulgor de ira encendió los ojos de Celia, provocando que Joseph diera un paso atrás y buscara con la vista la puerta: «Nací en América, como tú. Pisé esta tierra siete años antes de que tú llegaras. He vivido veintiún años entre esos a los que llamas “salvajes” y ninguno me trató como si fuera una alimaña. La última vez que ocurrió yo tenía once años y Jane —buscó sus ojos, huidos al suelo— diez, ¿recuerdas, hermana? “Cucarachas” nos llamó el Amito George, mientras nos azotaba y palpaba los torsos buscando unas tetas. Nos llamó “Cucarachas”; y tú “monos” y “víboras”. ¿Me azotarás ahora?», dijo dejando caer la túnica y descubriendo la desnudez de su torso.

Acorralado entre los argumentos de Celia y la visión del pecado, Joseph escapó hacia la puerta principal. «Ya sabes las condiciones. Tu hija por tu… —dudó un segundo y siguió, con tono afectado— por tu marido. Y da gracias de que no te retengamos a ti; ya ves que respetamos la bandera blanca». Salió sin cerrar, dejando a la vista de todos la escena.

«¡Cierren!», ordenó Jane con un grito y, con la mirada aún apartada de Celia: «Y tú cúbrete, por favor». Cuando lo hizo, volvió a hablarle de frente: «Regresó de Bassa Cove fuera de si. Quiere dar con alguien que pague por aquello. También los colonos quieren un escarmiento y esta es la primera ocasión que se ha presentado. Poco importa que fueran Vai o Kpelle; aquí sois “los salvajes”, iguales entre vosotros y distintos de nosotros».

«Escucha. —interrumpió Celia— He venido en paz a recuperar a mi hija inocente. Inocente, sí. Es probable que vuestros soldados la hayan violado, pero lo pasaré por alto —con la mano hizo gesto de quitarle importancia—, en mi pueblo eso no es tan grave. ¡Tengo que recuperarla hoy, Jane! Hoy mismo, pues de lo contrario…». Al pausar, Jane hizo ademán de responder, pero Celia la frenó con su mano en alto: «Hermana, sólo tengo dos hijos: Yoro y Sona son gemelos. Yoro es como yo, bondadoso y de piel pálida. Sona es como su padre, de ojos grandes y piel de ébano. Aunque sea su favorita, Duma no se entregará. No puede. ¡Es el rey! Si le hicieran algo a Sona atacará con la rabia de un padre. Morirán muchos. De ambos lados. La muerte nos igualará. Yo no creo que seamos distintos. No hace tanto, dos siglos a lo sumo, corríamos juntos por la misma selva».

Incendiada por los chismes cortesanos, la calle la recibió a gritos: «¡Puta! ¡Traidora! ¡¿Así pagas a los tuyos?!». Era el vociferio contra el tótem que había erigido el presidente como diana de sus terrores. Una joven, poco más que una niña, le chilló: «Nos matarán por culpa de tu bastarda» y Celia se detuvo ante ella: «Se llama Sona y tiene tu edad. Igual que tú, ella no ha hecho nada y la han separado de su mamá. ¿Por qué la odias?». Ante el silencio de la niña, su madre la apartó de un manotazo y lanzó a Jane una piedra que escondía en la otra mano. «¡Zorra tú y zorra tu bastarda!», aulló al tiempo que la pedrada le daba en el brazo. Siguió otra y otra más, una docena de golpes, casi todos en el cuerpo; nadie apuntaba a la cabeza porque estaban tan cerca que temían darse entre ellos y porque los ojos de Celia los atravesaba a todos, acusándoles como los de Cristo al defender a la Magdalena.

«¡Salvajes! —la voz desgarrada de Jason los acalló cuando la última piedra la alcanzó en la ceja— ¡Sois más salvajes que los que esperan afuera», se interpuso ante Celia y señaló la empalizada que los separaba de la selva. «Es mi hija.», dijo y repitió «Es mi hija.», una, otra vez, tirando de ella hasta su casa entre el murmullo animal de la turba que no sabía si disgregarse o lincharla allí mismo.

Como un tañido fúnebre, unos tambores empezaron a batir contra la oquedad de la noche, quizás queriendo llenarla de espectros y a los colonos de aterrorizado insomnio. Fue una noche de luto, un velorio de culpas lanzadas contra ambos lados de la frontera, un recuento de fantasmales agravios que concluyó exhausta, al alba, con un redoble como el que tensa la soga alrededor de la vida del reo.

Celia permaneció en la casa de Jason, sentada en silencio, al aguardo de una señal, cualquiera, que proviniera de la mansión presidencial. En varias ocasiones, su padre hubo de salir, indignado, a responder a insultos de voces anónimas y a piedras arrítmicas lanzadas contra las ventanas. De vez en cuando, en la puerta sonaban nudillos: los de conocidos que cruzaban el umbral envueltos en cuchicheos amistosos que Jason segaba con otros «¡Es mi hija!» más amargos y cansados que el día anterior y con un portazo tras otro, cada uno más solitario que el anterior; hasta que volvió la noche y los tambores.

Como si los dioses quisieran entregarse a la amnesia, los dos días siguientes transcurrieron enmudecidos por la tormenta más fiera que recordaban los viejos. Al amanecer del tercero, cuando los truenos cesaron y los hombres pudieron salir a recontar los destrozos, sobre las ramas caídas y los huertos anegados clamó la voz de Celia: «Se llama Sona. Tiene trece años. Es inocente… —pausó un segundo— Y es de Liberia». No muy lejos, una voz la mandó callar, pero Celia volvió a la carga: «Se llama Sona. Tiene trece años. Es inocente… Y es de Liberia». Esa vez nadie respondió. Así una y otra vez, hasta que después del almuerzo se presentaron dos soldados comandados por un teniente con órdenes de callarla. Con un machete en la mano, Jason les retó a traspasar la puerta y desde las casas vecinas unas voces gritaron que les dejaran en paz, «¡Sólo es una madre reclamando a su hija!», se oyó a una mujer.

Esa noche, la última, no hubo tambores. Tan sólo la voz de Celia repitiendo: «¡Es de Liberia! ¡Es de Liberia!», como si fuera el salvoconducto que habría de acogerla a sagrado.

Nadie supo cuándo ni cómo ocurrió; ni siquiera Jason. La aurora inundó Monrovia con un alivio narcótico, como si esa noche todos hubieran dormido bajo los efectos del amargo brebaje para la malaria. El centinela que descubrió antes de las siete el hueco en la empalizada dijo que él había pasado a las cuatro y media y que era imposible que dos mujeres hubieran podido abrirlo sin ayuda en apenas dos horas. El presidente anunció que daría caza al traidor que facilitó la huida de Sona del calabozo situado en el acuartelamiento de la mansión. Salvo los pocos que le disputaron su puesto en las elecciones, nadie protestó porque al cabo del tiempo no apareciese ningún acusado. Sin tambores ni pesadillas, tardaron una semana en enviar al carpintero para reparar el boquete. Al asomarse al exterior vio, colgadas de la rama de un árbol dos túnicas y, como en una aduana, una bandera blanca.

Liberia fue gobernada por la minoría de colonos afroamericanos y sus descendientes, desde su independencia en 1847 hasta el golpe de estado que los expulsó del poder en 1980. Paradójicamente, un 5% de la población proveniente de un país que les negaba los derechos más esenciales mantuvo al 95% restante sometido sin derechos y bajo abusos que provocaron denuncias en las instancias internacionales.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar