Padezco una anomalía en mi comportamiento. Es verdad que me enorgullezco de ella, pero a veces acarrea incomprensiones entre quienes me rodean, pues pueden creerme un polemista, un excéntrico, o sea, un tío raro o, peor, incómodo.
La anomalía consiste en que, cuando escucho a alguien denostar una tendencia actual, igual da que esta sea de arte o de política, enseguida le respondo que el suyo es un síntoma de la aversión al cambio propia de la vejez. Una vez dicho, sé que no sumaré otro amigo, más bien lo restaré, salvo que logre explicarme. Lo tengo merecido.
Pero es que me resisto a aceptar el manriqueño aforismo de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, como tampoco se me oirá afirmar que saber latín y haber memorizado la lista de los reyes godos elevó mi plan educativo a un nivel nunca superado. Al contrario, pienso que, como los renglones de Dios, la progresión humana no avanza en línea recta, sino alternando subidas y bajadas, pero siempre con tendencia a la mejoría. Incluso aberraciones como Hitler o Stalin (hoy aggiornato en Putin) resultan instrumentales para cosechar los avances que caracterizan a nuestra evolución.
Valga la introducción para entrar de lleno en el asunto que me ocupa, que no es otro que la herramienta con que yo trabajo: el lenguaje. Seguro que habrás oído a muchos agoreros sosteniendo que la irrupción de las redes sociales ha corrompido la manera en que nos comunicamos; que, más allá de la obliteración de las reglas ortográficas, nuestro idioma ha sufrido un empobrecimiento de consecuencias irreparables. Por no hablar de la parasitaria invasión de los anglicismos, que parecen llamados a reemplazar términos del español vigentes.
Para rebatir los malos augurios suelo ayudarme de las apabullantes cifras del analfabetismo en el mundo. Así, han bastado dos siglos para pasar de un 80% de personas que no saben leer a sólo un 20%; añado, sin que España haya sido excepción. Alguien dirá que estos datos no contradicen el punto de partida, esto es, que el medio (los móviles) ha empobrecido al lenguaje. Lo que, desde mi punto de vista, equivaldría a acusar a la imprenta de haber transformado a los idiomas –para mal, se entiende– vulgarizándolos, en fin, desviándolos del canon monástico para extenderse, primero entre los burgueses y más tarde por el pueblo llano.
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Por mi parte, me consuelo con mi fe en la resistencia darwinista de cualquier cuerpo vivo, y el lenguaje lo es, y admito que, al multiplicarse el número de sus usuarios, este sufre mermas, pero igualmente, en su extensión incorpora ganancias que, a la postre, lo enriquecen. Y como mi fe no es suficiente, me apoyo en el trabajo de la Universidad de las Américas Puebla (México) al que se refiere el profesor de Lingüística Antonio Rico Sulayes, en su artículo ¿Son las nuevas palabras en las redes sociales una perversión o una evolución de la lengua?, publicado recientemente en The Conversation. Con más pruebas que creencias, los datos apuntan en la dirección optimista a la que me aferro.
Por tanto, es materia discutible que la palabra sufra una involución debida a la proliferación de las redes sociales. Hay indicios (discutibles, sí, pero con sustento científico) de lo contrario, de su fuerza germinal, de su inventiva. Lo que no es discutible es que dicha adaptación no se esté produciendo ni mucho menos que ésta sea indeseable. La Real Academia de la Lengua Española ejerce desde hace trescientos años la labor notarial de atestiguar esos cambios, no de impedirlos, de modo que la actualización está garantizada.
En este sentido, concluyo refiriéndome a otras dos publicaciones: la entrevista que Juan Manuel Zafra, director de la revista TELOS y profesor de Periodismo de la Universidad Carlos III, realizó al historiador francés Roger Chartier, profesor emérito del Collège de France, director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales y doctor honoris causa por la Universidad Carlos III. Este joven de 76 años sostiene que las redes sociales han fusionado como nunca la lectura con la escritura (“Se escribe para leer y se lee para escribir”), actividades ambas que hace no tanto estaban más disociadas.
La segunda referencia es una hermosa reivindicación de la escritura que hizo Antonio Fernández Vicente, profesor de Teoría de la Comunicación de la Universidad de Castilla-La Mancha, en su artículo La magia de la escritura en un mundo distraído, del que extraigo el párrafo siguiente: “La distracción constante y la tendencia a la multitarea son obstáculos a la forma podríamos decir mágica de la escritura, en el sentido que le daba Virginia Woolf. Y no porque el mundo desaparezca para dejar que quien escribe se concentre en un solo aspecto que aparece con total nitidez. Más bien por lo contrario: porque se distrae a quien escribe, obligándole a compartir la atención con miles de reclamos constantes que exigen una rápida respuesta. El smartphone satura nuestros sentidos hasta el punto de no contar con el tiempo requerido para una escritura pausada y reflexionada”.
Estos son los retos. Excitantes, ¿no crees?
Gracias por darme tiempo.
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