Que me parto

Hace unos días he sufrido la experiencia de ingresar a mi madre en el hospital. Felizmente, después de una semana la han devuelto a casa curada. Siete días que me han permitido probar las cualidades cicatrizantes de la risa.

Echar a broma su postración, hacer chanzas con enfermeras y doctores, recordar chascarrillos o retorcer cualquier palabra hasta doblar su sentido; todo sirvió para engañar al tiempo y, sobre todo, a la aprensión ante un diagnóstico concluyente. Siete largos días y sus noches, más de ciento sesenta horas, diez mil minutos opresivos y pautados por el segundero, gota a gota, del suero intravenoso. Pese a todo, mi madre disfrutó cuanto pudo. ¡Sí, disfrutó!, celebró las comidas como festines y las visitas como verbenas. Con humor ahuyentó la añoranza de su casa; y con humor se alivió de pudores al ser cuidada por extraños. Porque el humor lo abrevió todo.

Armado con mi vis cómica y con más intuición que ciencia, me he pasado todo ese tiempo ejerciendo con ella de risoterapeuta, el modo más amable de decir “haciendo el payaso”. Aunque la risoterapia, como técnica psicológica, tiene sus adeptos. Desde la antigua China, hasta Freud, las cualidades del humor han atraído la atención de los estudiosos y, generalmente, concitado sus alabanzas.


Seguramente, el humor es una de las herramientas de comunicación más poderosas que existen. Bien aderezado, lo mismo baja las defensas del más cauto que corroe la fama de un amado (e intocable) líder. Con disfraz de inocuidad, dispara maliciosas preguntas que devuelven respuestas sorprendentes. A veces basta un tono, un retintín, para pasar de las veras a la broma. Otras veces es un juego de palabras, un malentendido aparente, el que logra que el mensaje irreverente cale hondo.

Precisamente por su potencial revolucionario, el humor ha inquietado al Poder, al temporal y al espiritual, desde la antigüedad hasta nuestros días. Sirva de muestra la discusión acerca de la risa que protagonizan el franciscano William of Baskerville y el benedictino Jorge de Burgos –encarnados, respectivamente, por Sean Connery (1930-2020) y Feodor Chaliapin (1905-1992)– en la película El nombre de la rosa (1986), de Jean-Jaques Annaud, basada en la novela homónima del semiólogo italiano Umberto Eco (1932-2016), publicada en 1980.

A este respecto, resulta interesante la reflexión del filósofo esloveno Slavoj Žižek en su libro El sublime objeto de la ideología (1992): “Lo que perturba en El nombre de la rosa, sin embargo, es la creencia subyacente en la fuerza liberadora y antitotalitaria de la risa, de la distancia irónica. Nuestra tesis aquí es casi exactamente lo opuesto a esta premisa subyacente en la novela de Eco: en las sociedades contemporáneas, democráticas o totalitarias, esa distancia cínica, la risa, la ironía, son, por así decirlo, parte del juego. La ideología imperante no pretende ser tomada seriamente o literalmente. Tal vez el mayor peligro para el totalitarismo sea la persona que toma su ideología literalmente —incluso en la novela de Eco, el pobre Jorge, la encarnación de la creencia dogmática que no ríe, es ante todo una figura trágica: anticuado, una especie de muerto en vida, un remanente del pasado, y con seguridad no una persona que represente los poderes políticos y sociales existentes”.

Aceptado el humor como una forma más de comunicarnos, su uso se ampara bajo el derecho humano a expresarse libremente y topa con sus límites cuando entra en conflicto con ciertas sensibilidades u otros derechos, particularmente el de protección del honor. Sobre el humor y sus límites escribió recientemente Antonio Calvo Maturana, profesor de Historia Moderna de la Universidad de Málaga, el artículo titulado Llevamos siglos preguntándonos dónde están los límites del humor, publicado en The Conversation. En él concluye que, más que leyes, el humor requiere de educación en dos sentidos: el del (buen) gusto de quien lo emite y el de la tolerancia de quien lo recibe. Cuestión aparte es la adaptación que cada nación, ideología o credo llevan a la práctica. Sirva de triste paradigma el atentado terrorista perpetrado en 2015 por la organización yihadista Al-Qaeda contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo, porque la revista había publicado unas viñetas con el profeta Mahoma como blanco. El ataque se cobró la vida de doce personas, ocho de ellas humoristas.

No te tomes la vida en serio.
Al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.

Les Luthiers

No podía terminar sin hacer una alusión a Les Luthiers, quintaesencia del humor inteligente. Cuando recibieron el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2017, Marcos Mundstock (1942-2020), hablando en nombre del grupo, dijo: «El humorismo es siempre social. Uno no se cuenta un chiste a sí mismo». Así pues, el humor, el bueno es terapéutico, irreverente, inteligente, revolucionario, malicioso, educado, liberador, poderoso, cicatrizante, alivioso, tolerante y social. Inmejorable equipaje para una semana de hospital.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

2 comentarios sobre “Que me parto

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