¿Y Dios para qué te necesita?

Entre otros inconvenientes, el tratar de Dios –o de los dioses, según sea el credo– es un asunto que no se salda con respuestas, sino con preguntas que, esto sí que es seguro, sabemos que atraerán más y más dudas. Algunos las zanjarán con la fe, otros con el ateísmo y, entre medias, quedará un vasto y grisáceo universo de indecisos que, en el mejor de los casos, serán mal entendidos por los convencidos de uno y otro extremo.

¿Qué es Dios? –nos interpela nuestro ser consciente cuando trata de entenderse con el subconsciente– ¿Es el Ser Supremo que nos dio la vida o no es más que un constructo que el hombre ha inventado para rellenar los huecos que la inteligencia no ha ocupado (aún)?

Desde el cósmico titilar nocturno o el caprichoso vaivén de las sequías y las riadas hasta las plagas de peste… los dioses nos han resuelto muchas de estas incógnitas cuando no había telescopios ni vacunas a mano. Han transcurrido milenios durante los que nos calmábamos creyendo que había un más allá, una deidad aterradora o paternal –de nuevo, cada credo la suya– que jugueteaba con nosotros según su incomprensible, por más que nos esforzáramos, ‘lógica’. Sabernos solos, sin esa figura y sus designios, hubiera generado tal angustia en nuestra especie que, seguramente, nos habría impedido progresar. Hubimos de esperar hasta el siglo XIX para que, como si de terapeutas se tratara, surgieran los existencialistas –desde Kierkegaard y Nietzsche, hasta Sartre, ya en el XX– que redibujaron nuestro tránsito terrenal sin que la comparecencia de un ente superior fuera imprescindible.

Pues, ¿para qué necesitamos a Dios? O, volteando la pregunta, ¿para qué diablos (¡perdón!) nos necesita Él hasta el punto de crearnos? ¿Somos acaso un capricho suyo o, por contra, Él no es más que la respuesta a una necesidad –tan humana como la de comer– por llenar el vacío existencial y condecorar nuestra vida con un propósito que trascienda su propio límite biológico?


Aparcando la inútil tarea de decidir si existe o no, me gustaría centrarme en esa otra faceta: la mayoritaria necesidad de los hombres por creer que existe algo y, antagónicamente, la pulsión racional por negarlo.

Índice global de religión y ateísmo (2012).

Primero la estadística. Con la dificultad que acarrea cuantificar acerca de asuntos religiosos –especialmente en los regímenes teocráticos y en aquellos forzosamente ateos– una estimación reciente afirmaba que el número de ateos es de unos 200 millones en todo el mundo, poco más del 2% de la población. Entre los países menos creyentes se sitúan China, Japón, la República Checa y Francia. De incluirse los agnósticos, esta cifra casi se multiplicaría por diez. Así pues, queda más de un 80% de la población mundial adscrita a una creencia religiosa (en general, de orientación mayoritariamente monoteísta).

Dado lo abrumador de la cifra y que entre los creyentes se distribuyen por igual hombres y mujeres, universitarios y analfabetos, todas las razas y condiciones, es obligado admitir que creer y no creer son opciones completamente válidas y no fruto de pueblos atrasados a los que carcomió el opio del pueblo. Los habrá ortodoxos, practicantes o no, telepredicadores, pringados de Hakuna y, cómo no, también aquellos que se confeccionan a medida un culto partiendo de los retales de creencias más o menos exóticas.

Luego está la tolerancia; la intolerancia, más bien. En este sentido, desde mi infancia hasta nuestros días, España ha girado 360º. ¡Sí, digo bien, 360º! Pues estamos en el mismo nivel de intolerancia que en los años 60, sólo que nuestras filias y fobias han dado un vuelco. Antes un ateo era un ser demoníaco para el que el ostracismo era la menor de las condenas, y hoy es un católico quien merece ser aislado, ridiculizado… despreciado. Si crees que exagero echa un vistazo a cualquier serie o película en donde aparezca un cura o un creyente y luego pregúntate si ese personaje es del bando “bueno” o no. Sin tener que recurrir al exilio de las catacumbas, es más frecuente ver a creyentes que disimulan su fe en vez de hacer proselitismo de ella, mientras que, paradójicamente, es más fácil ver a profetas que se proclaman tolerantes sermoneándonos desde el lado “descreído”. Así pues, el no creer cuenta con unas simpatías que, si fuésemos coherentes, se traducirían en avalanchas de apóstatas y, al final, en unas estadísticas diametralmente opuestas al 80/20 antes citado. Pero no.

Porque los mismos que se llaman ateos adoran viajar a un confín del planeta para que un imam les explique del Ramadán detalles que no tolerarían a un clérigo católico, para envolverse hasta el aturdimiento por mantras védicos o para cantar como posesos en una misa gospel del Harlem neoyorquino. Son los que llamo “turistas religiosos”, esos no-creyentes que, al mismo tiempo que militan anticlericales reverencian el penúltimo rito del lugar más excéntrico.

De resultas, concluyo preguntándome, maliciándome, más bien, si en algún recóndito trastero de nuestras mentes (de las no-creyentes también) no pervivirá ese instinto de creer que arrastramos desde el alba de la Humanidad. Lo que me lleva a la cuestión de partida: ¿fuimos nosotros quienes inventamos a Dios o fue Él quien nos inventó a nosotros? Y si fuera esto último, ¡¿para qué?!

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar