Las aventuras de Astérix tienen para mí un valor incalculable. Sobre sus viñetas descargo la responsabilidad de haber despertado en mí la curiosidad por “los demás”, entendidos estos como los habitantes de cualquier país que no sea España.
En particular, doy a Astérix en Hispania una categoría iniciática. Publicado en 1969, y seguramente leído pocos años después, siempre he creído que las peripecias de los galos para devolver a Pepe (abreviatura de Pericles) a su padre, el jefe ibero Sopalajo de Arriérez y Torrezno, me descubrieron lo que esos “demás” pensaban de mis compatriotas, incluido yo, encendiendo en mí el ansia recíproca por conocerles.
Salvo salidas esporádicas a Portugal para pasar toallas de contrabando y comer balahao à brás y una excursión a Roma que me pilló desprevenido, mi primer cruce de fronteras llegó, ya por trabajo y con 26 años cumplidos, con un viaje a Londres. Meses después “salté el charco” atlántico por primera vez. Desde entonces raro ha sido el año que no haya viajado.
Después de 35 países, cinco continentes, cientos de miles de kilómetros, incluyendo una vuelta al mundo, puedo decirme, no sin cierto orgullo, que viajar me ha hecho mejor.
Porque viajar inmuniza contra la aldeana pulsión de creernos superiores. Tratar de entenderte en otras lenguas revela que ahí afuera otros sienten lo mismo, que, como nosotros, buscan, cada uno a su modo, su propia forma de prosperar. Poco importa que el viaje sea a otra provincia o a las antípodas, viajar es el antídoto del cáncer más letal del último siglo y medio: el nacionalismo.
Provocó esta reflexión la pregunta “¿Cuál es el verdadero impacto del programa Erasmus en el estudiantado universitario?”, la que trata de responder Rosa María Martínez-Izquierdo, profesora de Educación y Psicología social de la Universidad Pablo de Olavide, en un artículo publicado recientemente en The Conversation (enlace).
Con la cautela propia del investigador, la profesora no presupone un impacto positivo al programa Erasmus en lo relativo a la competencia intercultural, más bien desafía la creencia comúnmente aceptada. «Ésta [competencia intercultural] no aumenta —afirma— a menos que los procesos reflexivos de los estudiantes se fomenten explícitamente por las instituciones antes de la partida y antes del regreso de las experiencias de movilidad». Así pues, viajar está bien, pero requiere preparación.
Viajar es soñar. Arrancas convocando al fantasma de un castillo escocés o al citarte con las olas en una orilla del Trópico y concluyes evocando un encuentro inesperado con un caminante anónimo o con una puesta de sol. Los hechos adornan los sueños: unos pautando los hitos y otros enmarcando el relato de nuestra auténtica travesía. Difuso paréntesis, partida y regreso, entre ambos instantes se cumplirá, irrevocable, el ritual de la conversión del viajero, primero, en un ser ávido de saberes, y después, al regresar, en el maestro que devuelve lo viajado. La mutación está asegurada, el que parte no regresará como fue, como ese viento que trae nuevas hojas y murmullos o copos de nieve que hacen de él un viento distinto cada vez, pero siempre amado y extraño.
Tres Sures sin Norte (2020)
Para concluir he rescatado un párrafo de Tres Sures sin Norte, mi primera novela. «Viajar es soñar», empezaba, queriendo así decir que viajar es mucho más que reservar un billete de avión o coleccionar selfies ante monumentos; que salir ahí afuera —de uno mismo, de las rutinas— acarrea una transformación que hay que desear o que, al menos, no deberíamos evitar.
Gracias por darme tiempo.
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Los estereotipos, tan terribles, se corrigen viajando; y si se evita estar «subiendo» fotos a los perfiles correspondientes, incluso a lo mejor se disfruta del viaje…
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