¿Inteligencia arte-ficial?

El partido transcurría según lo esperado. No podía ser de otro modo. La distancia entre ambos no se medía solamente por las cuatro posiciones a favor del ruso en el ranking de la ATP. También los diez años más del español o la lesión de su pie izquierdo jugaban —nunca mejor dicho— en su contra. Dos horas después de comenzar, todo auguraba un paseo triunfal del eslavo.

Entonces, con fría y precisa antipatía, la máquina arrojó el veredicto: la probabilidad de que Rafa Nadal ganara el partido era de un exiguo 4%. Sus opciones nunca estuvieron igualadas. Cuando aún no había botado la primera bola, los cálculos del artefacto apostaron un 64% en favor de Medvedev y el 36% restante por nuestro compatriota. Cosas de la Inteligencia Artificial (AI, en su acrónimo inglés), coreaban los periodistas, como si no hiciera falta corroborar la veracidad de sus fuentes. Era cuestión de tiempo —poco, desde luego— que la sentencia alcanzara la firmeza definitiva.

El resto ya es Historia. Rafa no sólo batió al moscovita, también engañó al presuntuoso algoritmo que lo había declarado perdedor cinco horas antes. En definitiva, dio un baño de humildad a la Ciencia que no pudo (o no supo) calcular lo imponderable: el genio. Bonita palabra que aúna dos significados: la rabia que le llevó a luchar cada pelota como si fuera la última y la inspiración que convirtió cada tanto en Arte.

Lo que me lleva a reflexionar, precisamente, sobre el Arte y la intrusión en su nebuloso existir de la autocalificada “inteligente” AI (que me perdone Turing).


No hace mucho leí en The conversation el artículo No, un robot no es un artista, firmado por el profesor Adrián Pradier, del Departamento de Filosofía de la Universidad de Valladolid. Aunque el título pueda sonar provocativo, la reflexión acerca de qué es y qué no es Arte resulta mesurada y tremendamente oportuna.

Ahora que asistimos a incursiones cada vez más decididas de la AI en territorios tan variopintos como los diagnósticos médicos, los juegos (i.e., ajedrez, go, ¡hasta el tenis!) y, últimamente, la creación artística, delimitar qué es lo que puede considerarse Arte —aun siendo un concepto en permanente evolución—, más que didáctico resulta esencial.

Una definición unívoca del Arte que, además, trascienda las modas, nos ayudaría a discriminar (si es que es posible) entre un retrato de Francis Bacon y otro del robot Ai-Da, humanoide patrocinado por el galerista británico Aidan Meller, cuyo “talento” radica en que crea cuadros partiendo de una librería de decenas de miles de obras pictóricas de todos los tiempos.

No basta con que sobre un lienzo haya unos trazos representando algo; ni que de un bloque de mármol emerjan unas formas concretas o abstractas. Que una hoja en blanco contenga, lo mismo da, unas estrofas o unas notas musicales no dan al resultado la categoría de obra artística.

Tampoco el precio que alguien esté dispuesto a pagar por esa escultura o ese libro convierten al objeto en otra cosa que eso, un mero objeto susceptible de ser vendido.

Como no es suficiente con que un escritor habilidoso haya reunido las palabras que dan forma a una novela. Por mucho que se empeñen conspicuas editoriales, gran parte de la producción literaria actual se basa en sagas, lo mismo da históricas que eróticas, que, más que Arte, despachan producciones en serie.

El Arte no es lo que uno ve, sino lo que uno hace ver a los demás.

Edgar Degas (1834-1917)

Para que haya Arte es imprescindible que se produzca un hecho feliz, una alineación entre lo que un autor quiso preguntar y lo que los espectadores se respondieron. No hace falta que ambas, preguntas y respuestas, coincidan, sino que ese momento —concordante o discordante— tenga lugar y que, durante ese instante, tratemos de explicarnos, por ejemplo, los juegos de espejos y luces de Las meninas, los vacíos que rellenan las moles de Chillida o la delirante cordura de Alonso Quijano.

Así pues, es tan sólo un encuentro. «Y eso —como concluye el artículo de referencia—, de momento, es territorio exclusivamente humano».

Gracias por darme tiempo.

Firma del Retrato de Edmond Belamy, 2018, creado por el algoritmo GAN (Generative Adversarial Network).

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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