Lo italiano

Tiene que ser difícil haber nacido en Italia y no dejarse llevar por la complacencia o la melancolía, dos pulsiones tan genuinamente latinas.

Como nación reciente —la Italia que conocemos apenas suma 150 años, contando a partir de la conquista de Roma de 1870—, su carácter no ha dejado de ser una amalgama de los pequeños estados de los que proviene. Desde los laboriosos comerciantes del Véneto y Lombardía a los simpáticos pícaros del sur, pasando por la Roma pontifical y la artera Florencia, entre tanto cliché cuesta trabajo sintetizar una sola Italia.

Una reciente campaña publicitaria, promovida por el Ministerio de Asuntos Exteriores del país alpino (otro distintivo que Italia trata de apropiarse, minusvalorando acaso la orografía de su vecino helvético), incide en esa mezcolanza de adjetivos. Más que recordarnos los lugares comunes, donde leonardos y miguelángeles se entrecruzan con pastas y pizzas, el anuncio parece buscar el mínimo común denominador donde toda Italia confluya. Así, a la pregunta «¿Qué es Italia?», responde:

Es pasión y estilo,
patrimonio y diversidad,
innovación y creatividad.
Es ir un paso más allá.
Curiosidad y dedicación,
arrojo e imaginación,
experiencia y precisión.
¿Visión de futuro? ¡La tenemos!
Pero ofrecemos mucho más.
Es nuestra marca.
Increíble y única.
Italia es, simplemente, extraordinaria.

No seré yo quien niegue esas cualidades que proclaman poseer, si bien me cuesta verlas como atributos diferenciales de “lo italiano”. Dicho de un modo que no levante suspicacias, muchos de los adjetivos podrían adjudicarse a franceses, japoneses, daneses, brasileños y un largo etcétera en el que, por supuesto, estamos los españoles. Vamos, que eso de “quien mucho abarca poco aprieta” nos devuelve al punto de partida: ¿tienen los italianos un carácter distintivo o deben conformarse con lucir todos los tópicos que ya conocíamos? Yo creo firmemente lo primero.


Espero que estés de acuerdo conmigo en que Italia, con sus palazzos, canales, iglesias y paisajes, es un decorado maravilloso. No hay pueblo por pequeño que sea cuyo centro no parezca un museo, entendido éste como un lugar en que se “exhibe” algo.

Para un italiano, por tanto, ser habitante de un museo conlleva la responsabilidad, no sólo de cuidarlo, también la de actuar de acuerdo a ello.

Entre las labores de “cuidado” destaca la afición por lo vecchio, lo viejo, una calculada desidia que se aprecia en las vetustas fachadas de sus casas, pero que, de puertas adentro, no tienen reparo en rellenar con los mismos muebles suecos que todos conocemos. En el “actuar” —entendido como representación, no como acción— los italianos han hecho del fingimiento virtuosismo. No es baladí que de allá se exportara la Commedia dell’Arte, poco más que un juego que encierra, bajo máscaras y amables palabras, subterfugios para evadirse de la realidad.

Por eso, “lo italiano” no radica en ser —subrayo el verbo—, por ejemplo, innovador, apasionado o, como resume el anuncio, extraordinario. La clave es parecerlo —vuelvo a subrayar, para destacar la diferencia—, actuar como si su afán fuese adelantar al futuro, mientras que sottovocepor lo bajini, en versión castiza— sigan siendo como siempre.

Termino, a modo de colofón, con una referencia a El gatopardo, la única novela del príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), publicada tras su muerte y más tarde llevada al cine por Luchino Visconti. Ambientada en la Sicilia del Risorgimento (1848-70), describe el impacto que la llegada de Garibaldi produjo en su sociedad provinciana, dividida entre los hambrientos de cambio y la inmutable aristocracia que personifica Don Fabrizio, resignado a acatar el signo de los tiempos.

En su boca, la frase «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi» —que se traduce «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie»— es, a la vez, quintaesencia del gatopardismo y del carácter de los italianos: acérrimos defensores de su yo más tradicional, pero cubriéndose con la máscara de diseño tras la que se exhiben al mundo.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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