Lo que hace del Arte —con mayúscula— algo extraordinario es que entrega al espectador las preguntas y deja que sea éste, ya no un sujeto pasivo a la espera de deglutir las respuestas, sino un explorador insaciable en busca de alternativas. Como si de un acertijo se tratara, la creación artística viene a ser un gatillo fulgurante y violento que desencadena igual la controversia que la reflexión serena. En fin, la inteligencia.
No es tarea fácil. Me refiero a crear ese entorno, primordial y fecundo, donde el autor abandona los interrogantes a la espera de que sean hallados y resueltos sabe Dios cómo y por quién. Tampoco es fácil, del lado espectador, desentrañar la pregunta que se nos presenta como una cábala, difusa, incompleta, siempre tentadora.
Petite maman (2021), la última película de Céline Sciamma, entra de lleno en ese Arte al que me refiero. Con el minimalismo que caracteriza sus diálogos, la directora francesa de Tomboy (2011) nos asoma al pavoroso abismo de la ausencia y la muerte, y de ahí al modo que tenemos de completarlo.
Como en un poema, lo esencial se desvela con tempo y palabras comedidas. El amor y el miedo se muestran desnudos, del modo en que lo afronta un niño.
Ni decorados superfluos ni sobreactuaciones ni efectos especiales ni voces en off. Con un guión sencillo transportado sobre una fotografía intimista y un montaje de filigrana, Nelly y Marion —las dos niñas protagonizadas por las hermanas Joséphine y Gabrielle Sanz, respectivamente— dejan para la audiencia la tarea de encontrar (¡y sentir!) las insoslayables emociones.
Como este blog demanda, Petite maman exige una clase de tiempo que no tiene plazos, mucho más que la escasa hora y doce minutos de su metraje. Eso sí, a cambio nos devuelve la plenitud que se vive al hallar un tesoro.
Acaso, ¿no es eso el Arte?
Gracias por darme tiempo.