Justo Gallego (1925-2021)

Beato, constructor autodidacta, arquitecto de una catedral con estética de derribo en la que se empleó durante sesenta años sin otros planos que los que albergó en su cabeza. Justo pasaría por un friki con todos los honores.

Transitar “su” templo de Mejorada del Campo resulta un ejercicio de funambulismo, en dos sentidos: el físico propiamente dicho, pues hay que sortear sacos de cemento y latas de pintura; y el intelectual, porque la visita te arroja de bruces contra preguntas contradictorias acerca de él.

Justo Gallego Martínez murió en noviembre pasado. Oficialmente, fue agricultor. Extraoficialmente, albañil. A mi modo de ver, una manera pobre de describirle. Porque, si algo adornó a Justo fue que le dio a su vida un propósito.

¿No es el propósito lo que convierte nuestro mero respirar y latir en algo genuinamente humano? ¿Cuántos anhelan —anhelamos— escribir el guión de nuestra propia existencia, para dejar que otros vengan después y lo lean? Nos valemos de los hijos, de una empresa o una misión; nos valemos del dios que nos prometió una vida más allá de ésta. Buscamos trascenderla, que no es más que rebasar los límites de nuestra biografía.

“El hombre es el ser que decide lo que es”.

El hombre en busca de sentido. Viktor Frankl. 1946

Justo deseó ser cura, pero la tuberculosis lo expulsó del convento sin haber tomado los hábitos. No cejó. Tras la Guerra y la hambruna, halló la manera de darle forma a su fe y, en 1961, comenzó a construir “su” catedral.

Sin planos. Sin más capacitación para la construcción que los libros que hojeaba. Con materiales reaprovechados que no se molestaba en disimular y un gusto que los más indulgentes han calificado de “kitsch”.

Bajo una cúpula sin cerrar y entre cables eléctricos, lo mismo te topas con una inmaculada acrílica que con una vidriera con los reyes de la baraja. La Catedral de Justo emergió como un monumento que sería a la desmesura si no fuera por la humildad que transpira, contradiciendo así cualquier acusación de megalomanía.

No fue fama —ni buena ni mala— lo que persiguió. Ni premios de arquitectura o récord Guinness. Tan solo quiso ser cura y, al quedarse sin convento, construyó el suyo.

Justo fue, precisamente eso, un hombre que decidió qué ser.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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