Quiero verte

Como si el asfalto se hubiera licuado a mi paso, avanzo muy lento hasta el parque donde se halla el restaurante en el que me he citado con CP Lin, enólogo sobre el que había leído y con quien contacté hace meses. Nada más llegar, le veo sentándose en un extremo de la terraza que da al parque. Me acerco y me presenta a Ellen, su mujer, y a Javier, el madrileño que regenta este ‘exótico’ restaurante español en las antípodas de nuestra tierra. Viste camiseta y pantalón corto; tiene una bonita voz, grave, su inglés es limpio, con el acento entrecortado de los asiáticos; porque omití decir que CP es de origen taiwanés. Ellen es neozelandesa, alta y de piel sonrosada, de modales elegantes. Están juntos desde hace siete años; ella parece el comedido contrapeso del torrente creativo de CP. Trae dos botellas para acompañar la paella -¡sí, una paella en Nueva Zelanda!-; una de ellas, un Pinot Noir hecho por encargo de un importador norteamericano con uvas de Waipara y la otra un blend chileno del valle del Maipo.

Hablamos de comidas del mundo, del arco iris de sabores y olores que están ahí fuera aguardando a que los descubramos. A CP la pasión por memorizar aromas le viene desde la infancia. Su abuelo comerciaba con especias en Taiwan. De niño le encantaba envolverse en la penumbra del almacén y adivinar en el desconcierto barroco de los estantes las notas del cardamomo, la canela o la nuez moscada.

─Me acuerdo de las mañanas cuando, antes de ir al colegio, bajaba a la cocina para desayunar mientras el abuelo tomaba su té, el placer que sentía capturando vapores que me decían que aquél era de Ceylán o éste de Japón y me marchaba deseando que llegara la mañana siguiente.

Sus padres emigraron a Nueva Zelanda en 1976 a raíz de la distensión del Gobierno Carter, que hizo creer a muchos taiwaneses que la ocupación de la isla por China sería cuestión de poco tiempo. CP se quedó con sus abuelos porque sus padres decidieron que debía completar sus estudios en chino para conocer bien el idioma.

─Disfrutaba describiendo los sabores, utilizar el lenguaje para explicar con palabras qué tenían de únicas unas huevas de pescado o unas setas.

Emigró a Nueva Zelanda con trece años, donde continuó sus estudios. Se le daban bien, pero destacaba especialmente en matemáticas, tanto que al elegir universidad optó por hacer ingeniería aconsejado por su tutor. Pero fue un error.

─Que algo se te dé bien no quiere decir que te guste. Yo odiaba las matemáticas. Me gustaban las lenguas extranjeras, la música; la ingeniería me aburría mucho.

Se apuntó al club social de la universidad y una de las primeras actividades a las que asistió fue una cata de vinos. CP no había probado nunca el vino antes.

─El menú de bebidas alcohólicas de los taiwaneses incluye la cerveza, el whisky o el cognac, así que el vino me desconcertó. ¿Cómo se me había escapado un sabor así?

Con diecinueve años experimentó una iluminación en dos direcciones: para CP, que descubrió todo un mundo nuevo de sabores, y para sus atónitos compañeros, que escucharon la avalancha de adjetivos con que él les apabulló al describir los aromas que estaba conociendo. Para alguien que necesita vivir con pasión todo cuanto se propone, el vino se convirtió en su credo. Había entreabierto el cofre de un tesoro del que tenía que descifrar cada una de las facetas de las gemas hasta entonces ocultas.

Era tanta la atracción que sentía que, poco tiempo después, asistió a otra cata más especializada en la que el profesor pidió a los ocho alumnos que, antes de comenzar la clase, bebieran del vaso de agua que tenían delante. Al hacerlo, un sabor desagradable le hizo dejar el vaso y decírselo al profesor, que anunció que entre ellos había un súperpaladar, uno de esos raros sujetos que detectan sabores -como el del compuesto químico del vaso de agua- imperceptibles para la mayoría de personas.

─Así que, de repente, comprendí que si tenía una capacidad extraordinaria para captar sabores y olores, una memoria excelente para recordarlos, la habilidad para describirlos y ninguna gana de prolongar mis estudios de ingeniería, yo debía dedicarme a ello. ¡Quería crear vinos!

CP solicitó entrar en la Universidad de Lincoln, la única de Nueva Zelanda donde podía estudiarse enología; pero fue rechazado. Un duro revés que, sin embargo, no le apartó del camino que había decidido. Las opciones eran dos: marchar al extranjero, o volverlo a intentar al curso siguiente. Optó por lo segundo, pero hubo de resistir entretanto las tentaciones de apartarse en forma de recomendaciones para estudiar fisioterapia, magisterio u ofertas como la beca de una universidad japonesa para estudiar medicina tradicional china. Todo lo descartó para jugársela a la carta única, a la Universidad de Lincoln que, esta vez sí, le aceptó a regañadientes, porque ese mismo año se había promulgado una ley que impedía discriminar a estudiantes discapacitados del acceso a la universidad. Porque omití decir que CP Lin es ciego desde antes de cumplir dos años. Porque oyéndole sé que él anhela que se le valore por lo que hace sin que ser ciego resulte un mérito; y porque así queda claro que su ceguera no es la causa de su extraordinaria capacidad sensorial, sino que ésta es una condición genética que arrastra por línea materna, pero que él ha entrenado desde niño por una razón muy sencilla: ¡gustaba de oler las esencias que guardaba su abuelo!

─No es fácil ser un ciego que quiere hacer vinos. Desde la universidad a la búsqueda de trabajo, hay que demostrar que puedes hacer cosas para las que la sociedad ya te ha negado la capacidad.

Cuando terminó sus estudios, un amigo le ayudó a enviar hasta cuatrocientos currícula a bodegas, pero no pasaba de la primera entrevista pese a que sus calificaciones eran excelentes.

─Sencillamente, nadie confiaba en que yo pudiera hacer el trabajo igual que cualquiera.

Tiempo después acudió a una comida en Mountford Estate, una bodega vecina fundada seis años antes. En un momento del almuerzo, Michael Eaton, el dueño de la bodega, se acercó para pedirle que probara su vino, pero al hacerlo CP calló en un tenso silencio que acabó cuando, a preguntas del dueño, le acabó diciendo que su vino era malo, provocando que aquel no volviera a hablarle durante el resto de la comida. La cosa hubiera quedado así de no haber sido que, tras un paseo por el viñedo, Michael encendió un cigarro y al entrar en el salón, CP exclamó:

─¡¿Quién está fumando un habano?!

─¿Cómo sabes que es un habano?, ─le preguntó el dueño y CP le respondió con una descripción del aroma y una aproximación que resultó definitiva:

─Me parece que es un Montecristo.

Así era, el habano que decidió su contrato con Mountford era un Montecristo Nº 5.

─Pero ser un súperpaladar no garantiza que seas un buen enólogo. Eso preocupó a Michael desde el primer día.

En la época en que se incorporó a Mountford, la bodega estaba acometiendo una ampliación de sus instalaciones. Aún faltaba mucho para la cosecha y todo el mundo se volcaba en hacer lo que fuera necesario para terminar cuanto antes. Unas veces, pintaban una pared y otras, como ese día, había que descargar maderas de unos camiones. Cuando vio lo que CP se disponía a hacer, el dueño trató de impedírselo, pero él se negó en redondo y descargó como los demás. Otra barrera atrás. Quedaba el reto definitivo, que no era otro que crear su propio vino.

─Cuando estaba en ello, muchos colegas me decían que mi vino no era bueno porque era demasiado claro. El color no tiene aroma ni sabor, me repetía ahuyentando mis miedos.

Pese a los augurios, el primer vino de CP Lin obtuvo noventa y dos puntos en la prestigiosa revista americana Wine Spectator y elogiosos comentarios de críticos expertos de todo el mundo.

─Esos apoyos compensan muchas noches sin dormir, noches en las que te preguntas si has elegido bien las barricas o si la temperatura es la adecuada. Porque, ¿sabes?, crear un vino no es como una receta de cocina, que si sale mal la tiras y mañana lo intentas de nuevo, las decisiones son de ahora o el año que viene o nunca jamás. Sabes que no haces el vino para tener ese aplauso, pero sin él tarde o temprano te acabas cayendo. En el colegio nos decían que hay que creer en uno mismo, sí, pero si alguien no cree en ti también, no es suficiente.

Llegaron los honores y un día acudió, acompañado de Ellen, a dar una charla en la misma universidad que le rechazó, en cuyo foyer se dieron de bruces con una fotografía suya entre el elenco de sus distinguidos “héroes”.

─Tentado estuve de pedir que la quitaran de allí, ─me dijo, gamberro.

Escuchándole creo que todo es posible, su energía es de esa clase que contagia, no se basa en un esfuerzo por superar su ceguera sino en la íntima convicción de que él y yo somos iguales en lo esencial, sin que su peor visión le impida lograr lo mismo que yo.

─Mi madre me dice que si no hubiera sido ciego estaría en la cárcel o muerto, ─mientras Ellen asiente en silencio, me digo que su madre tiene razón.

Hace una pausa, le miro de soslayo y le pregunto cuándo descansa, cómo logra “apagar” el interruptor y dejar de registrar olores en su memoria. Para los que tenemos la visión intacta nos basta con cerrar los ojos o dejar de “mirar” y, sencillamente, “ver” sin prestar atención a algo, pero para un ciego con una portentosa sensibilidad de olfato y gusto, ¿cómo se logra dejar de mirar?

─Es como llevarte el trabajo a casa, agotador, necesito tomar cosas sencillas, como un arroz frito o un gin-tonic, así pierdo interés y me relajo. ─Lo mismo pasa con su memoria, su cualidad para retener olores y sabores como si fueran fotografías, que no puede filtrar dejando sólo los aromas que le gustan y apartando los que le disgustan… ¡No!, él los registra todos.

Cuando me despido de CP y Ellen y les veo alejarse con Winston, el perro guía que omití presentar, no puedo evitar ver al niño que recorría a tientas un mundo de aromas sin más báculo que la curiosidad grabada en su alma y que atesoraba visiones que para mí estarán siempre vedadas. ¿No seré yo el ciego? Cierro los ojos y respiro maravillado el aire que ha envuelto a tres desconocidos alrededor de una mesa, sin más guión que un mensaje hace meses diciéndole “quiero verte” cuando, en realidad, sólo necesitaba “escucharte”.

Fragmento de la novela Tres Sures sin Norte, disponible en tapa blanda y en libro electrónico en Amazon. Incluida en la suscripción de Kindle Unlimited, sin coste adicional.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

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