¿No es irónico?

«La calunnia é un venticello», cantaba Don Basilio, el sibilino amigo de Don Bartolo, el único personaje al que podemos calificar de malo en la inmortal ópera de Rossini El Barbero de Sevilla. Es un vientecillo sutil, apenas una insinuación que crece hasta convertirse en tempestad.

Algo así pasa con la ironía. Poco más que un comentario que, correctamente emplazado, pasa por broma… O no; por carga de profundidad lanzada contra la línea de flotación de algo o alguien. Será cuestión de inteligencia, del emisor y del receptor, que identifiquen el objetivo que tal mensaje portee. De inteligencia —subrayo—, pues la ironía es plato de mentes exquisitas.


Leía hace unas semanas Compórtate, un ensayo monumental acerca de los avances de la Ciencia del Comportamiento que, pese a lo árido que pueda parecer el asunto, está escrito con un encomiable afán divulgativo por el neuroendocrino norteamericano Robert Sapolsky; decía que, al leer esta obra, descubrí algo que, no por obvio, me pareció una revelación. Trataré de explicarlo.

Como otras especies, la Humana ha evolucionado sumando y restando cambios minúsculos en respuesta a los entornos que en cada momento le tocaba habitar. Bajar de las ramas y caminar erguidos, por ejemplo, pueden parecer simples ejercicios gimnásticos, pero acarrean modificaciones en el cerebro y los sentidos (i.e., nuestro olfato se queda en un segundo plano en favor de la vista) de incalculables consecuencias.

Así pues, en el camino que lleva desde esa hipotética rama hasta el teclado y la pantalla que muchos de nosotros miramos a diario durante horas, nuestros órganos se han ido adaptando hasta dar cabida a funciones cada vez más complejas. De estos, uno ha cargado sobre sus espaldas —o diría mejor, sobre sus neuronas— el peso mayor: me refiero al cerebro.

En apenas kilo y medio, una maraña de ochenta mil millones de células interconectadas con ayuda de unas “pócimas” que los científicos denominan neurotransmisores (i.e., la dopamina, la adrenalina o el glutamato, por citar nombres “populares”), se ocupa desde las tareas más “pedestres”, como poner un pie delante de otro y, de resultas, caminar, hasta las más “sofisticadas”, como convertir en risa o llanto una melodía o identificar si la cara que tenemos enfrente es la de un amigo o un enemigo con sólo interpretar sus gestos.

Como es natural, de las tareas que he llamado “pedestres” se ocupan regiones del cerebro más, llamémoslas primitivas o mecánicas, mientras que las “sofisticadas” se encargan a las zonas más, cómo diría, intelectuales. Entre estas últimas, la que sin duda se lleva el premio de la evolución es el lóbulo frontal.

Como su nombre indica, éste ocupa la parte anterior del cerebro, siendo, no por casualidad, el responsable de nuestra frente adelantada, sobre todo si la comparamos con la de nuestros simiescos antecesores.

Lo que el libro de Sapolsky me reveló es que, al nacer, nuestro cerebro se nos entrega como hoy en día nos llega un ordenador: armado apenas de las instrucciones básicas de su sistema operativo. Pasa el tiempo y el hardware comienza a establecer las conexiones necesarias para que se vayan “instalando” los diferentes softwares: agarrar cosas, ponerse en pie, caminar, hablar, reírse o enfadarse, entre otras apps. Es el proceso de aprendizaje.

El culmen de dicho proceso lo determina, precisamente, el lóbulo frontal. Más o menos, al cumplir los veinte años, la sede de nuestro cacumen alcanza su plenitud, el punto de desarrollo que nos capacita para llegar al máximo potencial. ¡Ojo!, no es cuando más “listos” somos, sino cuando el cerebro —cada cual el suyo— está plenamente desarrollado. Que luego unos lo empleen en hacer de Donald Trump y otros de Einstein será asunto distinto.


Vuelvo al inicio, a la revelación que me produjo averiguar que, entre las habilidades que el lóbulo frontal despliega, la ironía es sintomática de esa madurez. Por eso —afirma el autor—, los niños no la tienen, pues se trata de un don para el que tienen que esperar. Curioso, ¿no?

Concluyo con un par de reflexiones: la primera, que no nos dejemos amilanar por la ortodoxia militante de la sacralizada juventud de nuestros días, porque muchos van aún con el lóbulo frontal a medio hacer. La segunda es que practiquemos la ironía. No basta con que la tengamos instalada. Hay que entrenarla, en dos direcciones: emitiéndola y recibiéndola.

Gracias por darme tiempo.

Publicado por fpadillach

Mérida, 1963. Desde mi infancia soñé ser escritor, pero pospuse el impulso en favor de proyectos más ‘razonables’. Licenciado en Derecho por la Complutense y con estudios de postgrado en Esade y la Universidad de California, hasta 2018 he trabajado en empresas multinacionales. Ahora escribo. "Tres Sures sin Norte" (2020) fue mi primera novela. “Diva Æterna” (2023) la segunda, pero no la última. También escribo relatos cortos, como “La prestamista de embustes”, ganador del XXXIV Certamen Literario “Joaquín Lobato” del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, “Maneki-neko”, finalista del V Premio Internacional Ciudad de Sevilla, o "Josune no camina sola", microrrelato finalista del II Concurso “100 caminos 100 relatos” del Circulo Chileno de Amigos del Camino del de Santiago de Compostela. Padre de dos hijas, extremeño apasionado, viajero curioso, siempre estoy dispuesto a dejarme sorprender.

2 comentarios sobre “¿No es irónico?

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