Del lenguaje, me encanta su precisión, cuasi-quirúrgica, a la hora de describir, no sólo lo tangible o factual; también lo etéreo, las sensaciones y emociones que desencadenan los hechos u objetos que las palabras perfilan.
¿No es asombroso que, al leer en el Poema 20 de Neruda «Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos», descubramos que la aleación del adjetivo “infinito” y el sustantivo “ojos” contiene un significado que va mucho más allá de su literalidad? O cuando Pavese describe «esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo» en su poema Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, ¿no es maravilloso que con palabras antiguas el autor coloree significados nuevos, que traspasan (¿o transgreden?) fronteras en favor de la nación de la Belleza?
Quizás por ello soy lento en las discusiones; porque trato de extraer de cada frase vertida su segunda y tercera lectura. Quizás, también, haya quien me tilde de “puntilloso”, de “suspicaz” incluso; porque respondo —tarde, desde luego— apoyándome en tal o cual palabra que se dijo, en un significado que, a lo mejor, pasó desapercibido.
Dirás que este ensimismamiento que padezco debe ser propio de poetas y novelistas. Posiblemente tengas razón, pero me defenderé diciéndote que mi “padecimiento” viene de antiguo, de mucho antes de atreverme a confesar que soy escritor.
Porque el lenguaje, travieso instrumento, “lo carga el Diablo”. Igual que, en ocasiones, una postura, una sonrisa o una mirada —eso que se llama expresión no verbal— revela tanto como lo que se pronuncia en voz alta, del mismo modo, a un conversador descuidado se le pueden escapar expresiones que delatarán mucho más de lo que él o ella quiso decir.
Por eso prefiero el ralentí en el habla, saborear lo que digo como si cada palabra tuviera un gusto distinto. También en la escucha disfruto. Unas veces, para extraer de un descuido su arista más divertida; otras, para sintetizar el significado último de lo que nos estemos diciendo.
Por eso, también, aborrezco las expresiones manidas; esas que, a fuerza de sobeteos, perdieron su significado. Por ejemplo, “perdidamente enamorada” o “blanco inmaculado” o “jurar y perjurar”. Expresiones que pudieron ser afortunadas, pero que, la machacona repetición las convirtió en insignificantes, dicho sea esto último con toda intención. Así, el adverbio “perdidamente” nada añade al enamoramiento, como el “inmaculado” no blanquea al blanco gran cosa.
Algo así me ocurre con el término “sostenible”. Tal es el bombardeo que lanzan sobre nosotros cada día, ya sea desde telediarios o tertulias políticas, ya desde campañas de publicidad de petroleras o zapaterías, que ser sostenible se ha convertido en algo que hay que decir aunque no explique nada. Acaso pretendan asociar al sustantivo —gasolina o chanclas, da igual— un halo beneficioso; pero el significado se diluye de tanto repetirse.
Qué duda cabe que, en su acepción más trendy, el término pretende calificar a algo como neutral, cuando no beneficioso, para el medio ambiente. Lo que sostengo (ojo, en el sentido de defender) es que tanto afiliado a la sostenibilidad ha terminado por prostituir su significado hasta convertirlo en parte del paisaje. Turismo sostenible, ciudades sostenibles, museos sostenibles, bancos sostenibles, comercio sostenible… hasta una empresa que vende carne de vacuno por internet clama ser sostenible. ¡Es in-sostenible!
Gracias por darme tiempo.